Llega un nuevo Pilar y lo recibimos con alegría, como siempre, pero también con la incertidumbre propia de los tiempos que corren, años de crisis, de violencia, de inseguridad... Momentos, también, para probar nuestra fortaleza, si es verdad o no que nuestros principios democráticos y normas de convivencia son capaces de resistir los ataques de la intolerancia.

Yo creo que sí, y por eso me gusta mostrarme moderadamente optimista respecto al futuro de nuestro país.

Que debería tomar ejemplo, en su convulsión actual, de comunidades como la aragonesa, donde el Estado de las autonomías funciona con eficacia y rigor.

En Aragón, por suerte, no hemos tenido locos como Arzalluz o Mas, radicales indepés y anticap como Otegui o Anna Gabriel, títeres como Ibarretxe o Puigdemont, ni tampoco, desde hace mucho tiempo, caras reconocibles por la punta de la extrema derecha. Nuestra representación política, muy variada y en constante evolución, pero siempre dentro de los límites constitucionales, se manifiesta en un Parlamento autonómico, las Cortes de Aragón, donde el respeto a la Constitución es sagrado y ni siquiera durante el más enconado de sus debates se ha convertido la Cámara, como en Catalonia, en una versión político--satírica de Había una vez un circo.

Asimismo la sociedad aragonesa ha demostrado una envidiable madurez en los años de crisis económica, trabajando duro, cumpliendo con sus obligaciones y protestando cuando tenía que hacerlo frente a las injustas medidas tomadas por el Gobierno en aras de los recortes sociales. Esa errónea política, que le costó al PP el gobierno autónomo, debe ser sustituida con urgencia por el polo contrario: aumento de los salarios y de la inversión pública, a fin de que siga descendiendo el desempleo, pero en base a trabajos estables, no precarios, y para que clases medias y funcionarios recuperen su nivel adquisitivo, a fin de reactivar el consumo.

Con esas necesidades y matices, con muchas carencias, aún, y dentro de esa «estable inestabilidad» con que definía Javier Lambán el momento político, Aragón se ofrece como un modelo a seguir en el Estado de las autonomías, reflejo fiel de los valores constitucionales, una comunidad cívica equilibrada en sus demandas y manifestaciones. Nunca suficientemente valorada, pero valiosa y real, como un amigo cercano y generoso.