El otro día se cumplieron cuarenta años desde que la preautonomía dió los primeros pasos, dubitativos y confusos, hacia el Estatuto de Aragón y el desarrollo de una descentralización que aquí siempre fue de Segunda División. Así que el primer presidente de la DGA, Juan Antonio Bolea, majo y combativo, aprovechó la efemérides para lamentar que la Tierra Noble no haya luchado más y mejor por sus aspiraciones e intereses, y el jefazo actual, Javier Lambán, echó su cuarto a espadas reclamando más competencias y un tratamiento adecuado por parte de la Administración central. Atrás quedan las peculiares traiciones y miserias de nuestra peripecia autonómicas. Por ejemplo, cuando, al principio, Hipólito Gómez de las Roces y los suyos se conformaron con una especie de mancomunidad de diputaciones provinciales, o luego, cuando la UCD aragonesa obedeció a sus jefes de Madrid y aceptó la vía lenta del artículo 143 (en vez de la más directa del 151), frustrando el entusiasmo de quienes pensaban que aquí no éramos «menos que nadie».

En cuarenta años es difícil que un país europeo (grande o pequeño) no mejore en todo lo que pueda mejorar. Y la verdad es que el Aragón autónomo ha experimentado en esas cuatro décadas avances decisivos. Aunque después de cuatro décadas no cabía esperar otra cosa, la descentralización nos ha sentado bien. Eso sí, faltan por solventar cuestiones importantes: la financiación la primera, y también el pleno desarrollo estatutario (no se dará esto sin aquello); pero lo fundamental ya no está tanto ahí, en lo que atañe al Gobierno del Estado, como aquí, en lo referido a qué diantre queremos hacer con la bendita Tierra Noble, y qué iniciativas, ideas, programas, esfuerzos y eficacias vamos a poner en marcha para llegar a la meta que previamente nos hayamos propuesto... Si es que nos hemos propuesto algo que no sea estar a verlas venir, hacernos las víctimas y protestar desde el Pignatelli solo cuando cuando en La Moncloa están los de la competencia.

¿Para qué queremos la autonomía? ¿Qué pretendemos hacer con el poder aragonés? Porque si se trataba solo de disponer de un amplio sector público donde colocar a los compañeros, los amigos y los cuñaos y desde el cual llevar a cabo costosas políticas de escaparate, no era meneter ponerse tan solemnes ni manifestarse por el zaragozano Paseo de la Independencia.

El País Vasco, cuyo rebajadísimo cupo nos parece, con razón, una ventaja inaudita, también puede presumir de haber llevado a cabo, en circunstancias políticas extremas, un proyecto territorial de mucho calado. Tenían mucho más para invertir y lo han invertido mucho mejor. En consecuencia, la muy autónoma Euskadi (cuyo estatus actual es, en realidad, el de un estado libre asociado) nos da sopas con onda en todo. Porque sabían lo que querían y se aplicaron a lograrlo con no poca eficiencia y bastante lógica.

Cuarenta años después, Aragón sigue sin saber qué quiere ser de mayor. No lo saben los políticos, vale, pero tampoco una sociedad civil ingenua, confiada, presta al lloriqueo y, ¡ay!, tan desmovilizada.