El cocinero de un restaurante zaragozano, cívico y responsable, avisó a la Asociación de Hortelanos del Alto Aragón de la aparición en el mercado de un supuesto Tomate rosa de Balbastro, procedente de Almería. Uno más de los fraudes alimentarios, sin consecuencias para la salud -el tomate tiene buen aspecto, ofrece los números de los registros, etc.−, pero con funestos efectos.

Vaya por delante que los hortelanos de Barbastro, ahora sí con ‘r’, hicieron bien sus deberes, ante la repentina fama que adquirió su tomate rosa, por otra parte una variedad reconocida legalmente y no exclusiva de la zona. Registraron hace tres años como marca Tomate rosa de Barbastro, lo que les permite actuar legalmente contra las falsificaciones. Algo, por cierto, bastante inhabitual en nuestra tierra.

Es un fenómeno creciente. Cuando un producto agroalimentario o gastronómico se convierte en objeto de deseo, especialmente si resulta de precio elevado y escasa cantidad, aparecen las falsificaciones, más o menos disimuladas. Desde los sucedáneos admitidos, como el caso del chocolate, hasta las astutas asociaciones, como los quesos mozzarella que no proceden de leche de búfala, pasando por lagunas legales que permiten, por ejemplo, que la cebolla Fuentes de Ebro sea tanto una variedad admitida por Europa, como una denominación de origen protegida, dando lugar a malentendidos.

Por eso surgieron las denominaciones y otras figuras de protección, habituales y comunes en Europa, desconocidas en EEUU. Y estas figuras, no se olvide, nacieron para evitar falsificaciones en zonas alejadas del origen de producto. Un cocinero de León no se hubiera percatado del Balbastro, mientras que uno nuestro sí lo ha hecho.

Quiérese decir que el esfuerzo informativo, la comunicación con el consumidor, debe enfocarse hacia afuera, aunque sin olvidar a los de casa. Que ya sabemos cómo es un ternasco, mientras que a un gallego hay que explicárselo y avalarlo.