El proyectado pero, por fortuna, no ejecutado embalse de Biscarrués encarna uno de esos claros ejemplos en los que la administración va por un lado y los administrados, o víctimas, en este caso, por otro.

A estas alturas de la nueva cultura del agua, contraria, científicamente, a grandes trasvases y embalses, pretender empantanar en su cabecera un río pirenaico, como el Gállego, para prevenir sus avenidas y coordinar sus flujos, pero no para incrementar la superficie de regadíos aguas abajo, tiene tanto sentido como volver a empuñar aquella concha con la que San Agustín pretendía vaciar el océano.

Desde finales de los años ochenta, ciertos partidos y presidentes de la Confederación Hidrográfica del Ebro (alguno bien conocido en los Juzgados), ciertos regantes y entidades y corporaciones han trabajado duro, a fondo, en ministerios y gobiernos para sacar adelante este proyecto tan absurdo como causante, de llevarse a cabo, de afecciones tan graves como la expropiación, la despoblación o el empobrecimiento de las comarcas del alto Gállego.

Ajenos a eso, sucesivos proyectos, con millonarios presupuestos fueron redactados por consultores que, sin rebajar sus precios, sí iban, a medida que arreciaban las protestas populares, rebajando la capacidad del vaso, de cerca de 150 hectómetros a su tercera parte.

Concesión que tampoco convenció a los habitantes de las poblaciones ribereñas que, entre tanto, habían ido desarrollando una interesante y variada actividad en el sector del turismo rural y del deporte de aventura, convirtiendo, transformando respetuosamente, con alta conciencia ecológica y paisajística, aquel tramo del río que legítimamente consideran suyo, pues es donde viven, donde se levantan sus casas, su historia, en un lugar idóneo para disfrutar de la naturaleza en todo su vigor y esplendor. Hoy, gracias a ese esfuerzo, decenas de pequeñas empresas dan trabajo a varios centenares de personas. Jóvenes, muchas de ellas, que, lejos de seguir los pasos de la emigración, tan frecuentes en una zona de difícil arraigo y supervivencia, han apostado por su tierra invirtiendo su tiempo, dinero y, sobre todo, su ilusión.

El embalse acabaría con todo esto, transformando La Galliguera y alrededores en una zona muerta, de pueblos fantasmas.

En cuanto a la regulación del Gállego, vuélvanla, por favor, a estudiar. H