Paseando por las calles zaragozanas he sentido un profundo malestar al observar que en muchos comercios aparecían colgados en escaparates los anuncios Black Friday. Todavía más, cuando al entrar en un gran centro comercial las primeras palabras, que han golpeado mis ojos eran Woman Kits. Que yo sepa en Zaragoza el idioma oficial es el español. Me sorprende la despreocupación de la ciudadanía por la defensa de nuestra lengua frente a esta invasión del inglés. No solo no les preocupa, es que muchos alardean con el Champions League o Hat-trick. Una conferencia tiene que contar con unas cuantas citas en inglés, vengan a cuento o no. La lista de anglicismos es inmensa: bullying, cookie, francking, hacker, mobbing, selfie…De momento esta batalla está perdida. Mas, no quiero centrarme en el tema lingüístico. Esa invasión del inglés es todo un síntoma de algo mucho más grave: la imposición de una determinada cultura y de una escala de valores. Todo lo que provenga de los Estados Unidos lo miramos con envidia, y con cierto retraso tendemos a imitarlo. Allí se produjo el paso de una economía de mercado a una sociedad de mercado, donde todo puede comprarse o venderse. Y el resto lo imitamos sumisamente.

Al terminar la Guerra Fría, los mercados y su ideología mercantil gozaban de un extraordinario prestigio, Ningún mecanismo para organizar la producción y distribuir los bienes se había mostrado tan eficaz en generar bienestar y prosperidad. Pero luego los valores del mercado invadieron aspectos de la vida tradicionalmente regidos por normas o valores no mercantiles. El sociólogo norteamericano Michael J. Sandel en su libro Lo que el dinero no puede comprar. Los límites morales del mercado, refleja toda una casuística de esa invasión ilimitada del mercado a muchas actividades humanas en USA. Disponer una celda más cómoda en una prisión pagando 82 dólares por noche. Derecho a emigrar a USA invirtiendo 500.000 dólares. Suscribir una empresa seguros de vida de sus empleados, sin conocimiento de estos, para cobrarlos ella. Comprar el seguro de vida de una persona enferma de cáncer, pagando las primas anuales mientras viva y luego cobrarlo al fallecimiento con suculentos beneficios.

Mas, quiero fijarme, como docente, en el ámbito educativo. Chanel One transmite mensajes publicitarios a millones de adolescentes obligados a verlos en aulas de todo el país. El programa de noticias de televisión, de 12 minutos y comercialmente patrocinado, lo lanzó en 1989 el empresario Chris Whittle, el cual ofreció a los colegios televisores, equipos de vídeo y conexión vía satélite, todo gratis, a cambio de emitir el programa todos los días y exigir a los alumnos que vieran los dos minutos de anuncios. En el 2000 Channel One fue visto por ocho millones de alumnos en doce mil colegios. Así han podido anunciarse Pepsi, Snickers, Clearasil, Gatorade, Reebok, Taco Bell… Los alumnos aprenden conceptos sobre nutrición con materiales proporcionados por McDonald’s, o los efectos de un vertido de petróleo en Alaska con un vídeo grabado por Exxon. Procter & Gamble ofreció unos materiales sobre medio ambiente explicando por qué los pañales desechables eran buenos para la tierra. Boletines de notas con el anagrama de McDonald’s, además de ofrecer a los niños con sobresalientes y notables en toda las asignaturas, o con menos de tres ausencias, una comida gratis en un McDonald’s. ¿Esto es lo que tratamos de imitar? ¿Somos conscientes de su extraordinaria gravedad? En una sociedad en la que todo se puede comprar y vender, la posesión de dinero supone la mayor de las diferencias. Por ello, la mercantilización juega a favor de las desigualdades, de su incremento y de su expansión. No solo se amplia la brecha entre ricos y pobres, sino que la mercantilización de todo intensifica la necesidad de tener dinero y vuelve más cara la pobreza.

Por otra parte, la mercantilización genera otra secuela no menos grave: la corrupción. Se argumenta que los mercados son imparciales e inertes, que no afectan a los bienes intercambiados, pero al poner precio a los objetos, bienes, relaciones y servicios, modificamos su naturaleza, los tratamos como mercancías o instrumentos de uso y beneficio, y, por ello los degradamos. Conceder plazas en una universidad para el mejor postor podrá incrementar sus beneficios, pero también está degradando su integridad y el valor del diploma. Contratar a mercenarios extranjeros para que combatan en nuestras guerras podrá ahorrar vidas de nuestros ciudadanos, pero corrompe el significado auténtico de ciudadanía. El razonamiento mercantil vacía la vida pública de argumentos morales.

El atractivo de los mercados estriba en que no emiten juicios sobre nuestros gustos satisfechos. No se preguntan si ciertas maneras de valorar bienes son más dignas o más nobles que otras. Si alguien está dispuesto a pagar por sexo o un riñón y un adulto consiente en vendérselo, la única pregunta que se hace el economista es, ¿Cuánto? Los mercados no reprueban nada. Nuestra resistencia a contraponer argumentos morales al mercado, al aceptarlo sumisamente, nos está haciendo pagar un alto precio: ha vaciado al discurso pú- blico de toda energía moral y cívica, y ha propiciado la política tecnocrática, que hoy nos invade. Un debate sobre los límites morales del mercado es necesario e imprescindible.