Los allegados de José Ángel Serrano, el preso que murió en la prisión de Zuera el pasado 14 de octubre, tras pasar casi media vida entre rejas, siguen reclamando una investigación más exhaustiva sobre las circunstancias de su fallecimiento. Tres meses después, su cadáver sigue en el Instituto de Medicina Legal de Aragón (IMLA), esperando a que se cierre totalmente la vía judicial.

Ayer la que fuera su compañera sentimental, Silvia Encina, compareció en una rueda de prensa en Bilbao (de donde eran ambos) para dar visibilidad al caso. Para ella, la muerte fue calificada como natural «porque lo natural es morir, en las condiciones en que vivía José».

Los familiares cuentan en Aragón con el apoyo y la representación legal de la Asociación Libre de Abogados de Zaragoza (ALAZ), en concreto en este caso con la de Pablo Jiménez, que ayer la acompañó en la rueda de prensa.

Según explicaba el letrado a este diario, en su día solicitaron al Juzgado de Instrucción número 11, que instruía la causa, que se practicaran diligencias complementarias. En el caso de la autopsia, los forenses dictaminaron que la muerte se debió a un «edema agudo de pulmón» -líquido en los pulmones-, que suele derivar de una enfermedad cardíaca.

Pero esta causa primaria, entienden, no fue analizada en la autopsia. Por ello solicitaron que se practicara un análisis histopatológico (de tejidos, al microscopio) y toxicológico completo, lo que además exige la legislación.

El juez, tras las explicaciones de los forenses, entendió que la autopsia había sido correcta, como lo hizo luego la Audiencia Provincial de Zaragoza. Esta aún tiene pendiente pronunciarse sobre otras diligencias solicitadas en el caso, informó ALAZ.

Ayer la pareja del fallecido, Silvia Encina, aseguraba desconocer «dónde está el cadáver y cómo se está conservando», aunque su abogado no tiene dudas de que se custodia en el IMLA.

Según explicó la mujer, Serrano llevaba 18 años en prisión, continuamente en régimen de «aislamiento» por inadaptación a la vida en prisión. En realidad sería en primer grado y, en ocasiones, en aislamiento, ambas clasificaciones con muy pocas horas fuera de la celda y sin apenas contacto con otros reclusos.

Para la pareja, el «mal comportamiento» que le achacaban para mantenerlo aislado era en realidad derivado de trastornos psiquiátricos por su adicción a las drogas, las que le llevaron a prisión.

Entre estas dolencias estaba la ansiedad y la depresión, por las que le administraban fármacos que, según se quejaba la familia, podían causar muerte súbita en las dosis suministradas.

A esta situación se unió, en los últimos meses previos a su muerte, una infección derivada de unas llagas en la boca. Cuando su pareja le fue a visitar por última vez, le encontró alarmantemente delgado, y le contó que sufría síncopes. Pero no logró que cambiaran sus condiciones.

«Nos parece aberrante el sufrimiento que se le infligió, físico y psicológico», consideró la mujer, que denunció que las condiciones son similares para otros presos. Lo mismo que, cree ALAZ, sucede con la investigación de las muertes de reos.