Con este artículo iniciamos la publicación de una serie de doce con el propósito de ofrecer a las personas que estén interesadas en mejorar la calidad de nuestras escuelas un conjunto de argumentos, basados en los resultados de la investigación más rigurosa, para que dispongan de armas dialécticas con las que convencer a quienes solo desean introducir pequeños cambios para que todo siga igual.

Espero y deseo que los profesores entiendan que no trato de culpabilizarlos. Poco pueden hacer los profesores para modificar el ambiente enrarecido de muchas escuelas si no reciben el oportuno apoyo por parte de los medios de comunicación, de las familias, de la sociedad en general y, muy especialmente, de los gobiernos. No basta con disponer de un profesorado bien formado y motivado. Además, es necesario que las familias, los profesionales de los medios, los sindicalistas y los políticos tomen conciencia de que si realmente se desea elevar la calidad de los centros escolares, el único modo posible es conociendo los mitos sobre los que gira la organización de nuestras escuelas y, paralelamente, estudiando a fondo las estrategias que han resultado más útiles para superarlos.

Los famosos informes PISA han demostrado por activa y por pasiva que la calidad de nuestro sistema educativo es una de las más bajas de Europa. Por regla general, cuando se publican esos informes todo el mundo se echa las manos a la cabeza y pasado un tiempo nadie se preocupa de la excelencia de nuestras escuelas. Por lo que respecta a los partidos, todos dicen que si llegan a gobernar harán cuanto esté en sus manos para mejorar dicho sistema. Pero ¿en qué consisten sus reformas? En enmendar la plana a lo que ha hecho su antecesor en el gobierno, aprobando una nueva ley de educación que modifica lo superfluo y, a lo sumo, lo ideológico, pero que no afecta jamás a la estructura del sistema. El resultado es que tenemos unas escuelas que se parecen bien poco a las del final del siglo XIX y comienzos del XX en lo que se refiere a los edificios, patios, gimnasios, material didáctico y artilugios tecnológicos, pero calcadas a las de esas viejas épocas en lo que respecta a la estructura organizativa y didáctica.

A pesar del maquillaje empleado por los gobiernos para tapar los pésimos resultados de nuestro sistema educativo, los datos son tan apabullantes y contundentes que de vez en cuando hacen saltar todas las alarmas. Y es en esos momentos críticos cuando los partidos que están en la oposición y los sindicatos autodenominados de clase ponen a parir al partido gobernante acusándole de que el fracaso del sistema se debe a los escasos recursos económicos que dedica a la enseñanza y a los recortes en las plantillas del profesorado, lo cual sin ser mentira no es toda la verdad, dado que existen muchos estudios que han demostrado que, dentro de ciertos umbrales, un aumento del presupuesto para educación no mejora la calidad del sistema. Cualquier cosa menos meter el bisturí sin miedo en los órganos vitales del sistema.

Tampoco parece importarle demasiado a la sociedad civil la reforma profunda del sistema educativo. Viendo las actitudes de ciertos sectores sociales, podría afirmarse que Holt llevaba razón cuando en su libro El fracaso de la Escuela, publicado en España en 1977, reconocía que uno de los orígenes de los problemas y dificultades de las escuelas es que la sociedad les ha asignado funciones que no les corresponden, o que, al menos, no son exclusivas de los centros. Poco se puede esperar de unos colegios a los que la sociedad civil les ha ordenado: "Encerrad a nuestros hijos durante seis o más horas diarias durante unos ciento ochenta días al año, para que nos dejen tranquilos y no nos causen problemas. Y, de pasada, mientras los tenéis encerrados, intentad educarlos. Obviamente, las dos peticiones son contradictorias porque se anulan mutuamente. Las escuelas pueden servir para mantener a los niños presos o para educarlos, pero no para hacer ambas cosas a la vez. Cuanto más se dediquen a una, menos se podrán ocupar de la otra".

La conjunción de las actitudes de las dos esferas sociales sobre las que pivotan los sistemas escolares (política y sociedad), cuyo objetivo parece consistir en introducir cambios superfluos en el funcionamiento de las escuelas para que en el fondo todo siga igual, explica que los colegios actuales continúen organizados sobre la base de una serie de mitos que la investigación empírica ha demostrado que carecen de fundamento científico. Tal y como intentaré demostrar a lo largo de los artículos que integran esta serie, esos mitos tuvieron una cierta justificación cuando a finales del siglo XIX se puso en marcha la obligación de que los niños asistieran a la escuela dentro de unos determinados límites de edad, pero hoy no poseen ninguna justificación, a no ser la de permitir que las escuelas sigan siendo las instituciones más selectivas y conservadoras de la humanidad.