Corren por internet diferentes listas de productos agroalimentarios, supuestamente catalanes, a los que se les pide el boicot. No es algo nuevo, ni es la primera vez que sucede, como ya pasó con el cava hace unos cuantos años, para alegría de elaboradores radicados en Aragón, La Rioja, Extremadura y Valencia… incluidos los propietarios de varias bodegas, catalanes astutos y deslocalizadores ellos.

Cada vez resulta más difícil establecer la ‘nacionalidad’ de una empresa agroalimentaria, especialmente las grandes e industralizadas. Siempre de forma legal, cavistas con bodegas en San Sadurní compran uvas en Aragón, y a buen precio.

Gran parte de los embutidos comercializados desde la vecina Cataluña se elaboran con carnes criadas de forma industrial en Aragón, donde por cierto se quedan los purines y no el valor añadido.

Las empresas, en general, no tienen otra ideología que maximizar el beneficio, con lo que las luchas ideológicas suelen resultar complicadas, si no estériles. Hay quien no se afeita con determinada marca de cuchillas, una vez que deslocalizó hace décadas su fábrica andaluza, pero ¿sabe si su competencia hizo lo mismo, por ejemplo, en Italia? Vale que determinadas multinacionales de venta de hamburguesas compran su carne y otros productos aquí. ¿A qué precio? ¿Dónde pagan sus impuestos?

No es una cuestión sencilla. Pues ni siquiera nuestro tendero de confianza, el del mercado de toda la vida o la tienda del barrio, sabe de dónde viene lo que nos vende. Y no digamos en determinados supermercados, que auspician el cultivo de productos en países como Marruecos, con similar precio y menos costes.

Tampoco, ni de momento ni a medio plazo, la solución radica en los mercados de proximidad, nacientes, escasos y sin estructuras de distribución. Aunque haya que utilizarlos con placer y fruición.

Oséase, si el proceso es una ficción, el boicoteo también. Y punto.