Qué decir de este año. ¿Fue el de la recuperación económica?, ¿el de la desigualdad y el riesgo?, ¿el de Kim y Trump?, ¿el de los juegos de guerra?, ¿el de Putin, convertido en nuevo malvado global?, ¿el de la cronificación de la amenaza yihadista?, ¿el del reflujo del llamado populismo de izquierdas?, ¿el del enésimo fracaso (por culpa del mismo Trump) de las estrategias contra el cambio climático?... ¿El año que vio al Real Madrid viajar desde la gloria a la mediocridad?, ¿el que nos convenció de que el Zaragoza seguirá en Segunda por no se sabe cuánto?, ¿el que nos hizo concebir la esperanza de que el Huesca suba a Primera?, ¿el del delirio político cesaraugustano?, ¿el de los arrolladores conciertos, aquí, en su casa, de Bunbury?, ¿el de la Industria 4.0 y el alba de la inteligencia artificial?... ¿O quizás el horrible año en que nos desbordó de nuevo la violencia machista, nos desconcertaron los altibajos del Brexit y nos asustaron los ciberataques? Pues no, no exactamente. Todo lo dicho y algunos asuntos más estuvieron en las noticias del 2017. Pero lo que de verdad marcó el momento, especialmente desde finales del verano y el otoño hasta las campanadas de hoy, Nochevieja, fue el conflicto de Cataluña, el desafío soberanista, la rebelión republicano-independentista, el 155... ¡El Monotema!

Tesoro de Sijena

De hecho, uno de los sucesos más euforizantes ocurridos en Aragón durante 2017, el retorno del llamado enfáticamente el Tesoro de Sijena, hay que verlo como una consecuencia colateral de lo sucedido en Cataluña. Porque sin la existencia de una tensión constante entre dicho territorio y lo más españolista de la Tierra Noble, esos disputados bienes jamás habrían tenido tan enorme carga simbólica. Pero sin la aplicación del 155 y la ruptura momentánea de la institucionalidad catalana, el retorno de las piezas por orden judicial nunca se habría producido, al menos con esa aparente facilidad.

Cataluña nos mata (en sentido figurado, claro). Visto desde fuera (si es que alguien ha podido quedar fuera del debate), el pulso lanzado a tumba abierta por los secesionistas acabó anulando cualquier otra cuestión relativa a la política española. Porque finalmente toda España (el país, la patria indivisible, el Estado, ¿la presunta metrópoli de una supuesta colonia?) acabó arrastrada a un terreno de juego donde no cabía nada más que la confrontación nacional. Aquí y allá todo lo relacionado con el deterioro de los servicios públicos, el derrumbamiento paulatino del Estado del Bienestar, la sequía/ calentamiento global, la devaluación salarial, el fracaso educativo, el desmantelamiento de la investigación científico-técnica... cualquier cosa aparentemente decisiva hubo de dejar paso al reto planteado por el president Puigdemont, el vicepresident Junqueras, Esquerra Republicana, PDECat, ANC, Omnium Cultural y los maniseros de la CUP. Todos ellos, juntos pero no revueltos, aprovecharon su ajustada mayoría absoluta en el Parlament para aprobar a marchas forzadas unas leyes de desconexión y un referendo convocado al margen de la legalidad constitucional para llegar por una vía tan unilateral como trucada a la Ítaca republicana, la independencia declarada uliteralmente.

La jugada de Rajoy

El presidente (del Gobierno de España y del Partido Popular), Mariano Rajoy, un jugador clave en esta partida, movió sus piezas con un objetivo aparentemente simple: dejar que las cosas llegasen tan lejos que solo quedase la opción de volver al punto de partida por las bravas, y aprovechar el descomunal sobresalto para echarse al monte en Cataluña, a cambio de ganarlo todo en el resto de España (salvo País Vasco, pero allí ya está el PNV al que se puede comprar rebajando el cupo más allá de cualquier lógica). Enfrente tenía a un nacionalismo centrífugo desbordado por su propio impulso separatista y autoconvencido de que su causa era sagrada y por lo tanto invencible. El choque de trenes, el juego de la gallina o como prefieran definirlo estaba servido. La batalla ha tenido dos frentes: uno en la misma Cataluña de norte a sur y de este a oeste; otro en los despachos y los mentideros de Madrid. En el territorio presuntamente insurrecto las instituciones entraron en ebullición. En la capital del Reino solo hizo falta que el presidente del ejecutivo hablase con Sánchez y Rivera antes de convocar el Senado y poner en marcha el artículo 155 de la Constitución.

Los acontecImientos están aún en la memoria de todos: el golpe de mano en la Cámara catalana para aprobar en lectura única y desbordando todas las reglas una Ley de Desconexión. La convocatoria del 1-O. El desdichado desarrollo de dicha jornada, cuando el Ejecutivo central, en una muestra de inaudita ineficacia, no pudo impedir el referendo (urnas y papeletas aparecieron de repente burlando los despliegues policiales) pero a cambio ofreció al victimismo independentista la repetida imagen de policías y guardias civiles cargando contra la gente, entrando a porrazos en los colegios... y siendo acosados por los manifestantes en los hoteles donde se alojaban.

El secesionismo se adueñó del relato, lo vendió a los periodistas extranjeros, lo integró en su campaña interior y exterior. Pero la pretensión de ir a una DUI (Declaración Unilateral de Independencia) y convertirla en hecho consumado era misión imposible. Con el bloque nacionalista próximo a la implosión, el president Puigdemont no se atrevió a convocar elecciones, aceptó proclamar la República el viernes 27 de octubre... y luego se fue a pasar el finde en Gerona, donde se le vio a la hora del vermut. Nada más. Cuando el lunes siguiente se empezó a aplicar el 155 y el Govern fue destituido en bloque, no hubo resistencia. La secesión y la rebelión eran de mentira. Aunque de inmediato ambas supuestas acciones permitieron a la Fiscalía promover desde la Audiencia Nacional la detención de todos los consellers a los que pudieron echar mano las fuerzas del orden. Otros huyeron a Bruselas con su depuesto presidente.

El año ha acabado con un increíble retorno al mismo callejón sin salida que Rajoy y Soraya Sáenz de Santamaría creyeron abrir con el 155 y la convocatoria de elecciones catalanas el 21-D. El resultado fue un jarro de agua fría: los separatistas volvieron a obtener la mayoría absoluta en el nuevo Parlament, y el PP se hundió, electoralmente hablando, frente al empuje de Ciudadanos. De repente, la pretensión monclovita de luchar en Barcelona para ganar definitivamente Madrid y el resto de España corría el riesgo de acabar en fiasco.

Eso sí, la crisis catalana dio lugar, de rebote, a la recuperación del orgullo español. «Han despertado al toro», dijo el delegado del Gobierno en Aragón, Gustavo Alcalde, con una metáfora que escandalizó a los progres y alternativos pero no dejó de ser precisa y acertada. «Hemos despertado al monstruo», dijo más tarde un dirigente de Podemos. Ni toro ni monstruo. En toda España el unionismo constitucionalista echó a la calle miles de personas y revistió de banderas nacionales innumerables ventanas y balcones. En Cataluña, ese movimiento convocó manifestaciones tan enormes como las del otro bando. Porque el territorio en disputa tiene a su población partida por la mitad. La brecha, dicen.

Declinar de las izquierdas

Toda esta sucesión de acontecimientos, sobresaltos, indignaciones, soflamas, miedos y ruinas (Cataluña ha sufrido una creciente deslocalización de las sedes centrales de miles de empresas en un proceso que puede ser letal para su economía) ha tenido varios efectos colaterales. Uno de ellos, que las izquierdas fueron perdiendo la iniciativa para ir a remolque de los acontecimientos. El PSOE, que había presenciado el retorno de Pedro Sánchez a la secretaría general, tras unas disputadísimas primarias, no logró explotar el impulso que le dio inicialmente tal circunstancia. Podemos, empantanado en una endiablada encrucijada táctica y estratégica comenzó a perder fuelle sin remedio. Pablo Iglesias envejeció de repente.

En Aragón, esas izquierdas, que gobiernan con peor o mejor entendimiento las principales instituciones, estuvieron enfrascadas en sus cuitas, a veces indescifrables. Lambán consiguió mantenerse al frente de su partido. Echenique se fue a Madrid, a más altos destinos. Santisteve resiste, lo que para él es una victoria ¿Se normalizará la relación entre PSOE y Podemos?

El agotado y recalentado planeta giró más y más deprisa. La actualidad discurrió en un febril continuum de noticias, rumores, mentiras, posverdades, tuits y sucesos terribles. Trump acabó de revelarse como un reaccionario sádico, decepcionando a quienes le habían considerado un populista con ramalazos obreristas. Y el Zaragoza siguió y sigue en Segunda. Casi es un triunfo.