Nos guste o no, la actual situación de España no se puede entender sin la corrupción. La hay venial y mortal, como el pecado, pero sancionada con menores penitencias, pues la mayoría de los reos, incluso los que no tienen padrenuestro, quedan libres en un par de avemarías, o esa impresión tiene el personal.

Para combatirla, Policía y Guardia Civil han reforzado sus investigaciones y medios con fuentes como Hacienda o Interpol, a fin de perseguir a los defraudadores, blanqueadores, evasores, comisionistas y esa extensa laya multiplicada al calor de los pelotazos y el fraude fiscal.

También han proliferado los Colegios y agencias de detectives.

El último en doctorarse, aunque en la ficción, se apellida Mejías, y reside e investiga en Valencia.

Un marco donde la corrupción no ha dado tregua y los casos de prevaricación y tráfico de influencias se confunden a menudo con los intereses de las mafias en la trata de blancas y la venta de drogas,

En La ciudad de la memoria (editorial Almuzara, colección Tapa Negra), Santiago Álvarez, su autor, pone a investigar a su detective, Mejías, los trapos sucios de una riquísima familia valenciana.

Mejías, en principio, parece surgido de una película de cine negro, con Humphrey Bogart como ángel tutelar. Bebe escocés, esucha jazz en un pick--up de maleta, viste gabardina arrugada al estilo del teniente Colombo y sueña con mujeres imposibles como Veronica Lake o Barbara Stanwick. Pero no siempre había sido así. Antes de inventarse ese personaje, un vintage estilo de vida, Mejías era policía, un honesto patrullero al que sus superiores le jugaron una mala pasada. Tan mala que le costó la vida a su compañero. A partir de ahí, Mejías luchó contra el alcohol y a favor de su propia reconstrucción como ser humano, hasta derivar en esa especie de Quijote urbano con hechuras de Bogie.

La ciudad de la memoria nos hablará también de las raíces del mal, de esa corrupción procedente de generaciones atrás, de la posguerra, y antes, incluso, y que aflorará en el presente como ese lamentable fenómeno que todos estamos viendo y padeciendo.

En Valencia, por supuesto, pero también en nuestra tierra, en Aragón, donde el chapapote de la corrupción hace tiempo que ha tocado la costa (o las riberas).