La de Ramón y Cajal es una calle llena de contrastes. Luces y, sobre todo, muchas sombras. A primera hora de la mañana, el sol acompaña el paseo de muchos vecinos, que acuden hasta los comercios para hacer su compra diaria. Carritos de bebé, lechugas y libros. Aquí hay cabida para todo: para transeúntes que invaden la calzada, como respuesta, quizás, a unas aceras demasiado estrechas; para obreros que trabajan a destajo, algunos de ellos, sin casco; para vecinos que no quieren saber nada de problemas en su barrio, porque creen que no es para tanto.

"Unos cardan la lana y otros se llevan la fama. Yo vivo en la calle Pignatelli, que es la que aparece como la mala, pero muchas de las cosas en realidad pasan aquí, en Ramón y Cajal", cuenta una vecina, que aunque no quiere dar su nombre, sí que tiene ganas de hablar y de recordar cómo era el barrio hace dos décadas, cuando los edificios se mantenían en pie y los comerciantes conocían a todos sus clientes.

Es mediodía y a la hora central, esta calle bulle de actividad. Parte de la decandencia que la caracterizó hace años se ha perdido con el sonido de los martillos, las hormigoneras y los gritos de los trabajadores que se afanan en la construcción de nuevos bloques de pisos, que le han dado una nueva imagen. Casas antiguas, frente a la modernidad de lo actual y unos vecinos genuinos, que tan pronto bajan a hacer la compra en zapatillas de estar por casa como vestidos de punta en blanco.

La gran mayoría de ellos no tiene problemas de convivencia con sus vecinas más especiales: "Las prostitutas están deambulando por aquí a todas horas, pero ellas no son ningún problema", cuenta Sébastien Greffier. "Viven y dejan vivir, que es más de lo que otros pueden decir". Este joven, que vive en la zona desde hace más de tres años, afirma haber visto "de todo", aunque no pierde el buen humor: "Este es el único lugar en el que el verbo recoger la caca del perro no existe".