El sistema actual de financiación autonómica en España es francamente mejorable, por decirlo al modo eufemístico. Por varias razones. Aquí analizaré solo una de ellas: estimula la hostilidad entre los distintos territorios y los agravios comparativos. Y las acusaciones de incumplimiento de déficit se utilizan a menudo para desgastar políticamente al adversario. Decía Keynes que "si yo te debo una libra, tengo un problema; pero si te debo un millón, el problema es tuyo". El nivel de gresca raramente remite: reproches de sectarismo, amenazas de bloqueo, escarmiento en los infiernos si no se ataja el déficit- Más todavía si está por medio el ministro Montoro, avezado trilero en este juego de instrumentalización política del grifo financiador.

Fue un grave error, no de la Constitución de 1978, sino de los años inmediatamente posteriores no conceder a las comunidades autónomas una mayor discrecionalidad fiscal o, en otras palabras, hubiese sido mejor hacerlas menos dependientes del presupuesto nacional. Quizá era pedirle peras al olmo en 1979 o 1980, ¿pero cabe pensar lo mismo en 2016? Si las autonomías se hubiesen visto obligadas a financiar ellas mismas el grueso de sus proyectos, bien con sus propios impuestos, bien endeudándose, siempre poniendo un tope común a la capacidad de empeñarse de todas ellas, entonces en caso de sobrepasar ese umbral quedaban fuertemente gravados sus electores y menoscabada la imagen de los políticos autonómicos, que cuidarían muy mucho dónde se ponía cada euro en vez de dilapidar tan alegre e inutilmente como en Madrid o Valencia, entre otros sitios.

Pero el modelo vigente es otro: la dependencia de las comunidades con respecto al presupuesto nacional reparte entre toda la población española los costes específicos de cada comunidad. Es decir, el gasto autonómico aumenta la popularidad del político sin apechugar con contrapartida alguna bajo forma de aumento de la presión fiscal local. Y, por añadidura, siempre se puede recurrir al victimismo: donde no se llega, es culpa de los otros, sea el Gobierno central o la comunidad autónoma colindante.

Otras versiones del victimismo pasan por reivindicar cada cierto tiempo la nebulosa deuda histórica. Todas las comunidades suelen hacerlo: si el vecino la reclama, cómo no voy a hacerlo yo- Si no la reivindicas, eres un flojo y parece que no defiendas tu territorio. En el caso de Cataluña viene sirviendo también para justificar el separatismo... aunque una hipotética independencia obligaría al nuevo Estado a depender exclusivamente de sus propios recursos, de modo que para la mayoría de los catalanes sería peor el remedio que la enfermedad. Pero, ya se sabe, en estos asuntos hay más pasión que argumentación lógica.

Sin margen de maniobra para gastar ni capacidad de decisión para invertir, más allá de tapar los agujeros sociales imprescindibles, ¿dónde queda la política?, se ha preguntado esta semana la periodista Eva Pérez Sorribes, ¿dónde la ideología de cada partido si no se puede priorizar el gasto?

A la altura de 2016 es difícil desatar estos nudos mal atados. Así y todo, la descentralización autonómica en España, con sus defectos y todo, ha contribuido a un aumento de la convergencia regional en los últimos 30 años. Es decir, ha igualado territorios, aun cuando las distancias sean todavía grandes. No parece oportuna recentralización alguna; más bien se abre paso la opción federalista que favorezca una distribución clara de las competencias entre la administración estatal y las comunidades, que evite litigios continuos o interpretaciones interesadas de parte. Un federalismo que favorezca una financiación equilibrada, basada en los principios de igualdad de derechos de los ciudadanos, de solidaridad y de ordinalidad, sobre la base de que ninguna comunidad se empobrezca por causa de la referida solidaridad.