La concejala de CHA en el Ayuntamiento de Zaragoza, Leticia Crespo, le recordaba esta semana al responsable de Urbanismo, Pablo Muñoz, lo que es la confianza: «Eso que se tarda mucho tiempo en conseguir y que se puede perder en un segundo». Lo hacía a propósito de un apacible debate en la comisión en el que la mayoría política, representativa de 700.000 habitantes, decidía que la quinta capital de España no necesita de momento una normativa que homogeneice la estética de sus barrios o de su casco histórico. Que no hace falta pese a que todos lanzaban elogios a un documento trabajado durante cuatro años, analizado por ellos durante 12 meses, con una docena de reuniones y pactado desde diciembre con muchas aportaciones suyas. Que no, mientras no vuelva la normalidad democrática a las sociedades municipales, torpedeada por ZeC el 9 de febrero.

El problema es que lo que ahora sucede no variará en los próximos meses, cuando todos estarán más centrados en sus procesos de primarias. Sobre todo ZeC -algunos creen que ese golpe de mano de febrero se debe a ese proceso a punto de emprenderse para elegir candidato para el 2019- y el PSOE. ¿Realmente quieren cambiarlo esto?

El problema de esa eterna estrategia a corto plazo de ZeC, a golpe de titulares de prensa y desde esa fortaleza con más muros y menos cristal transparente, amenaza con llevarse por delante otros acuerdos que Zaragoza sí necesita. Algunos, en los que ya se está trabajando, como la revisión del Plan de Movilidad Sostenible o la regulación las zonas saturadas -iniciado esta semana-, y otros que llegarán, como la línea 2 del tranvía.

Porque, más allá del calado de esa normativa sobre la estética urbana de Zaragoza, el mensaje que se lanzaba a la calle es claro: ningún acuerdo está a salvo ya a 14 meses de las próximas elecciones. Una casa de apuestas se haría de oro con los próximos debates municipales, porque todo es susceptible de convertirse en papel mojado. La palabra dada ya no tiene valor y el interés general justifica un voto en contra que hace solo dos meses era a favor. Y así hasta la cita con las urnas. Porque en Zaragoza, en su casa consistorial, ya ha empezado la pegada de carteles.

A su Gobierno municipal solo le quedan dos tareas. Una se hace sola, la más importante, la de comportarse como la mejor gestoría posible para el ciudadano, su cliente, pagando facturas y procurando que la inercia de unos servicios con el gasto ya comprometido no se vea alterada. La segunda, en lo político, es explorar si no va haciendo falta ya una cuestión de confianza.

Otros colegas del cambio del alcalde Pedro Santisteve ya lo han vivido. De hecho, su histórica reprobación pública se diría que le supo a gloria. Le ponía al nivel de Ada Colau. ¿Qué mejor cartel? Convertirse en foco de las iras le aúpa. Ya le funcionó con el PP de Eloy Suárez, en la campaña del 2015, cuando este le llamaba terrorista. Su sucesor, Jorge Azcón, lleva camino de hacerle el mismo caldo gordo. Enfadar a determinados partidos le da oxígeno. Y más en plena fiebre naranja con síntomas de paranoia demoscópica. Cuantos más exabruptos, mejor. Si el debate es saber si Alberto Cubero dijo «os jodéis» o no, mejor. Así no se habla de calles sucias o de parques sin contrato en vigor.

Precampaña superflua

La hoja de ruta se entendería si hubiera un largo listado de proyectos que lanzar de aquí al 2019. Pero el único que había, rescatar del olvido a Pontoneros, no se hará porque necesita pasar por el pleno. ¿Entonces para qué? Ese golpe de mano societario les otorgaba más de 70 millones sin control de la oposición pero con el 85% o más de ese dinero para nóminas y gastos ya comprometidos. La capacidad de echarle imaginación es casi nula. Y quizá sea por eso que todo se reduce a hablar de autoritarismo o bloqueo, porque la creatividad de los insultos llenan los carteles de esta precampaña. Mientras la ciudad navega con el piloto automático porque nadie confía en quien maneja el timón.