El veraneo se ha convertido desde hace años en una experiencia física tan contundente que alcanza dimensiones místicas. Y en verdad no hay otro momento del año en el que uno deba someterse a tal cantidad de pruebas y participar en actos tan irreales. Les digo a ustedes que es preciso tener mucha fe para superar semejante coyuntura.

Sólo la fe te permite, siendo ya talludito/a, meterte dentro de uno de esos pantalones bermudas pseudoacampanados que se acaban a media pantorrilla, o de aquellos otros bien ceñidos, bajísimos de cintura y cortísimos de tiro que parecen a punto de escaparse culo abajo. Habría que ser Nureyev redivivo o la Jennifer López para ponerse estas prendas y no dar risa. Pero... en fin.

Es cuestión de fe ir por los pueblos de playa buscando un restaurante baratito donde sirvan pescado del puerto (¡ja, ja ja!), como lo es pretender que encontrarás una playa tranquilita de esas de estar casi solos . Y sólo la fe más ciega puede impulsarnos a recorrer los parajes pintoresco de la costa subidos en un tren chu-chu o a pasar el día con los niños en un aquapark atestado.

En el veraneo es cuestión de fe pensar que llegarás a destino a la hora prevista, que el apartamento que has alquilado estará correctamente amueblado y equipado, que la cama no rechinara (¡ñic, ñiiic!) así la toques, que el vetusto frigorífico no sufrirá algún desmayo repentino o que la debilidad de suelos y tabiques no te obligará a contar de oído las veces que los vecinos tiren de la cadena.

Si tienes más de cuarenta y cinco tacos, vas a salir de traca por la noche y pretendes seguir el ritmo (en la priva y el trasnoche) de los que tienen veinte años menos, ponle muchísima fe (y además prepárate analgésicos y alkasetzers para el día siguiente).

El veraneo se parece cada vez más a unos ejercicios espirituales. Por eso un servidor, como siempre, se queda en Zaragoza. Que se está genial. ¡Uaaaaaa!