Una de las buenas noticias del nuevo presupuesto del Gobierno de Aragón es el incremento del gasto cultural, circunstancia que no todos los años puede celebrarse. De hecho, en las últimas décadas venía rigiendo para la cultura un principio de supervivencia básica, con contadas apuestas y pocas alegrías.

La batalla por los Bienes ha servido para concienciar a los aragoneses de la importancia de su patrimonio y de la riqueza de una historia que hunde sus raíces en los albores de la antigüedad clásica. El Gobierno aragonés, con la firme postura de Javier Lambán y la tenacidad de la consejera Mayte Pérez, a la hora de reclamar las piezas ha iniciado un proceso de devolución sin retorno posible. Advertimos algunos en su día que era un error, según hizo el anterior gobierno, fiar el proceso a unos tribunales eclesiásticos que no respetan ni los propios religiosos, habiendo sido al fin la justicia civil la que ha clarificado la propiedad, dónde deben conservarse esos tesoros y bajo la gestión de quién.

Al patrimonio hay necesariamente que sumarle su dinamización y, en paralelo, el impulso a las fuerzas creativas de una comunidad como la nuestra siempre necesitada de ventanas publicitarias y nuevos horizontes. En la gestión política ese capítulo no resulta sencillo por la dificultad que supone ser justo y, al tiempo, apostar por aquellas propuestas o autores que mayor calidad, difusión o efectos benéficos sobre la población puedan causar. Evitar la discrecionalidad, los personalismos, no siempre es sencillo, pero sí, por lo general, sinónimo de calidad organizativa.

Por debajo de cuantas medidas patrimoniales o culturales se adopten está el ciudadano. Su formación. Su integración. Es aquí donde el departamento de Educación tiene la palabra. Su trabajo será básico para dotar a la sociedad de los mejores educadores, maestros, profesores. No siempre valorados, y menos en tiempos de banalidad y cultura basura, como el que vivimos, cuando el usuario tiene al alcance de un clic toda suerte de información, programas y ejercicios, sin por eso lograr (ni deber) sustituir la acción del profesor.

En esa línea, me adentro conmovido en las páginas de Leer y escribir en la escuela del siglo XIX, de Fermín Ezpeleta, bello ensayo acerca de los maestros y la educación en el siglo XIX español, basada sobre tres claros pilares: hablar, leer, escribir.

Somos cultura o no somos.