Protestan los de la Marea Blanca, las organizaciones que defienden la sanidad pública, los sindicatos de médicos y enfermeros, los profesionales que están a pie de Urgencias o de quirófanos... y por supuesto los pacientes que esperan durante meses una prueba o una intervención. Que se alce ante ellos impertérrito el consejero Oliván para negar la mayor y asegurar que todo va como una seda es ya irrelevante. La credibilidad de este personaje (parte de un gobierno al que le acaba de estallar el déficit en la cara cuando venía anunciando lo contrario) está bajo mínimos. La forma en que maneja su departamento, cesando y nombrando cargos a troche y moche es el reflejo de una absoluta incompetencia puesta al servicio de una labor evidentemente destructiva. Dentro de unos años, ese Salud que venía ofreciendo una asistencia de alta calidad, desarrollada por profesionales de primer nivel, se habrá devaluado hasta extremos que todavía no podemos imaginar. Es sin duda uno de los efectos más terribles de la parada de motores ordenada por la presidenta Rudi, aunque no es el único.

No hay datos oficiales (el consejero se niega a darlos), pero desde los propios colectivos profesionales calculan que 23.571 pacientes están pendientes de ser operados en Zaragoza. De ellos, 8.479 llevan así más de medio año. En tan amplio colectivo habrá sin duda personas cuya salud ha de sufrir un deterioro irreversible en la espera. Miles de enfermos aguardan a que llegue su turno sometidos a un régimen de dolor físico y depresión. La gente, desesperada, acude a Urgencias y el servicio se colapsa. Conveniar con las clínicas privadas pruebas e intervenciones apenas palía los efectos del colapso que atenaza al sistema público. Por otro lado, algunas de dichas clínicas no ofrecen ni de cerca el nivel tecnológico y científico de los grandes hospitales del Salud. ¿Hasta cuándo va a durar semejante situación? ¿Cómo será posible reparar los daños?

La sanidad es quizás el ámbito que más sufre la paralización que actualmente agarrota al Aragón oficial. Pero la educación y los servicios sociales están sometidos a similar rigor. Las carreteras se deterioran sin remedio. Decisiones y medidas de estímulo destinadas a impulsar la actividad económica quedan trabadas por la burocracia más lenta y espesa que se recuerda en muchos años. La administración pública aragonesa se arrastra como una vieja tortuga sometida a constantes cambios en las jefaturas de servicio (donde Rudi y sus consejeros han perpetrado una auténtica purga con el doble efecto de reducir la eficacia e incrementar el coste).

Bajo un entramado institucional agarrotado, Aragón se apaga. Ya no cabe hablar de autoestima, sino de supervivencia.