Domingo tras domingo, vengo a este Mirador y me pongo a darles vueltas a los temas de Aragón, unos temas, por cierto, que son viejos y vienen de atrás y se repiten a sí mismos porque forman parte de un repertorio limitado. Una y otra vez (contando con que también entre semana le doy al cortafríos) he descrito la ineficacia gestora de jefas y jefes, el desastre de las sociedades públicas, los despilfarros, la cortedad de la iniciativa privada, la opacidad que rodea todo (desde la unificación de las cajas de ahorros al coste de cada GP de Motociclismo que celebramos en Alcañiz) y en particular la ausencia de una estrategia que dé sentido a lo que se hace y a lo que no se hace en esta bendita y noble tierra. Pero admito que el personal no está para tanto sofoco, y te dice que sí, que de acuerdo, que tienes razón... ¿y con eso, qué? Un pantano de resignación se extiende por doquier. Aunque yo pienso seguir echando romericos críticos al fuego de la conciencia ciudadana. Es que no sé hacer otra cosa.

Acabada la fiesta, Aragón ha vuelto a ser una comunidad autónoma de gran extensión pero poco poblada, cuyos sedicentes líderes han acordado una vez más ocupar un lugar subordinado e impersonal en el concierto político español. Tampoco han querido (ni quieren) esforzarse en proponer nuevos y más verosímiles objetivos, porque todavía pueden ganarse la vida resobando un imaginario regional hecho de ideas y proyectos fósiles o demenciales, de fobias y entusiasmos infantiles, de fracasos ocultados y de éxitos parciales reconvertidos por la propaganda oficial en grandísimos triunfos. Ya saben, todo eso de las travesías pirenaicas, los regadíos ad infinitum, los circuitos y el esquí, los aeropuertos y aeródromos, Motorland, Gran Scala, los polígonos industriales y/o logísticos, el Reino de Aragón, bla, bla, bla. De ahí no salimos ni a tiros.

Para sostener esta situación ha sido preciso también que la sociedad civil organizada, el sector financiero, las empresas y el conjunto de la población participasen en el juego. Ha habido entre nosotros mucho más consenso del que parece. En consecuencia, cada quisque se ha ido adaptando al entorno. Cuidadín, prudencia y pragmatismo. Salvo las excepciones de rigor. Ahora, asolados por la devaluación interna y los recortes, resulta que esta conformidad nuestra, esta fidelidad a los símbolos tradicionales y este despiste consagrado parecen auténticas virtudes. No nos sacarán del atolladero económico, no nos harán crecer hasta los dos millones de habitantes en un territorio ordenado, productivo y sostenible... Pero nos permiten seguir en la inopia, mirar para otro lado cuando la actualidad viene revuelta y disfrutar de gobernantes manifiestamente incapaces o absolutamente bordes (o las dos cosas a la vez).