Con tanto Estatut y tanto rollo cebollo, casi se me olvida glosar el galardón ciudadano y pilarista a mi admirado Javier Tomeo, escritor aragonés que tiene la prudencia de vivir en Barcelona y el gusto de veranear en Cadaqués (aunque aquello ya no es lo que fue), donde solemos encontrarnos alguna que otra tarde estival en la terraza del bar Maritim y hablamos de paisano a paisano, bebiendo cerveza, entretenidos y despistados por el pasar y traspasar de las jóvenes guiris en bikinis, tangas, shorts y otras diabluras.

Javier ya fue pregonero del Pilar, y ahí estuvo el hombre desgañitándose en el balcón de la Casa Consistorial para hacerse oír por el chusmazo que había abajo. "No te esfuerces, hombre, que la prosa ya te la leerán mañana en los periódicos", le dije yo. Pero el novelista de los tiempos muertos, las acciones detenidas, la espesura oscura y los seres enajenados porfió con su pregón en un intento imposible. Ahora, de premio, le han dado la medalla de la ciudad. A su lado, el arzobispo Yanes ha sido nombrado hijo adoptivo de la muy idiota y siempre conservadora capital de Aragón y de la gloriosa Hispanidad.

Me alegro mucho por Tomeo (incluso por Yanes, que servidor no es sectario ni rencoroso). Zaragoza necesita disponer de aragoneses exitosos y nombrados en el exterior que no hayan sido contaminados por los asuntos internos, que no hayan tenido que tocar con sus propias manos la caca que trajinamos aquí y que no hayan disgustado ni se hayan disgustado con nadie. Ese es el perfil de Javier, un creador genial y genuinamente aragonés, aunque habite, para su seguridad, en Cataluña. El y los personajes como él nos permiten otorgar premios y galardones institucionales sin rompernos la cabeza ni caer en tremendos debates ideológicos sobre quiénes y por qué son nuestros ángeles o nuestros demonios.

Si te han de homenajear en Zaragoza, está claro: o eres de los tomeos o vienes aquí de arzobispo.