Mientras celebramos hoy el Día internacional de la garnacha, que tanta fama mundial está dando a nuestros vinos, el Gobierno de Aragón acaba de autorizar la vinificación de tres nuevas variedades de blanco, viognier, merseguera y tempranillo blanco, de escasa tradición en nuestros viñedos.

Coinciden así dos hechos contrapuestos, pero reflejo de la dinámica de nuestros vinos. Por una parte, se cultivan variedades foráneas, bien que adaptadas a nuestro terruño, como la cabernet, que deben competir en los mercados internacionales con las procedentes de sus países de origen o los del Nuevo Mundo. Por la otra, las variedades autóctonas, en nuestro caso la garnacha y en menor medida la cariñena, van conquistando espacios propios, que difícilmente serán arrebatados por la competencia, debido a su vinculación con el terruño.

No es más que el reflejo de la confusión globalizadora en la que se encuentra la producción de alimentos, que puede ser entendida con optimismo como una forma de diversificación, siempre que ello no conlleve la pérdida de lo propio. Sucedió con el trigo Aragón 03, felizmente recuperado, que estuvo a punto de desaparecer ante variedades más productivas. Y con tantos y tantos productos. Mientras, y de la mano de unas modas que no sabemos si pervivirán, llegan cultivos foráneos, como la quinoa.

Nunca mejor dicho, no pueden ponerse puertas al campo. Pero deberíamos generar unos mecanismos para que la producción de alimentos foráneos no acabe con los propios. Por mantener la cultura y nuestro patrimonio agroalimentario, por supuesto, pero también por propio egoísmo de subsistencia. Si el mercado de semillas y razas ganaderas acaba concentrado en muy pocas manos ¿quién nos garantizará la subsistencia? La energía o la defensa son cuestiones admitidas por todos como estratégicas, con regulaciones específicas, ¿por qué no se hace lo mismo con lo que nos mantiene en vida? Es decir, sí a la viognier, pero sin maltratar a la garnacha blanca.