¿Por dónde se marchan las personas que un día navegaron entre las sonrisas y las lágrimas de nuestras vidas? Esas despedidas insonoras dejan un estruendoso vacío en los corazones, que comienzan a naufragar primero en un mar de preguntas y después a ahogarse en el abismo de la ausencia de respuestas. ¿Merece la pena partir de ese puerto de la melancolía, anclarse en los recuerdos, desembarcar una y otra vez en la frustración...? Cuando se abre esa puerta se cierra un tiempo para quienes se quedan a solas en la habitación antes compartida, con la esperanza desangrándose por un regreso que nunca se produce. Consumido el luto por el propio peso del dolor, descubrimos que a nuestro alrededor florecen ventanas de luz. Muchas son ficciones, invitaciones a barrocos jardines de cristal. Algunas, sin embargo, prometen un nuevo mundo que hay que conquistar asomándose sin miedos, dispuestos a entregarse con naturalidad a la naturaleza. Detenerse en el ser humano perdido conduce a un laberinto sin salida. Conviene saludarle en la memoria con la alegría que mereció para después seguir el camino sin más equipaje que la ilusión por amanecer bajo un nuevo sol. Aquéllos que nos hicieron reír y llorar en lo que creíamos la eternidad sobre el esplendor de la hierba fueron simple y maravillosamente los pioneros de esta gran aventura que somos nosotros mismos. Muchos de los que hoy nos hacen felices también se marcharán. Hasta que un día el corazón de alguien se pregunte con desconsuelo por dónde nos fuimos. Por el bulevar de la libertad, sin duda.