Hablaba Manolo y el mundo parecía detenerse. Su habilidad comunicadora viajó más allá de los muros de la docencia y atrajo al ciudano de a pie, al más adulto, a ese que se apuntó a varios cursos de la Universidad de la Experiencia «a sabiendas» de que era él quien impartiría alguna de las charlas. «Era increíble como atraía la atención de la gente. Querían escucharle, porque cuando contaba algo siempre se aprendía mucho», recordaba ayer uno de sus amigos.

Sus comparecencia públicas, siempre tan serenas y sabias; sus paseos por la ciudad, tan cercano con el pueblo llano; su acceso a participar en cualquier acto al que era llamado, más allá de la enseñanza. Todo eso hizo que Manolo calara entre la ciudadanía. «He venido a rezarle un Padrenuestro. Jamás lo conocí, pero siempre tuve la sensación de que era una buena persona, humilde, y sin soberbia», decía Mari Carmen Bartolomé, quien se acercó al Paraninfo a darle un último adiós. «Era un tío majísimo; llano. Una vez me lo encontré en la estación de tren y le saludé. Hablamos de Melilla, porque yo hice allí la mili, y me cayó muy bien», decía Ángel Hernández.

El buen humor siempre fue una seña de identidad de Manolo. Lo hacía patente en cualquier corrillo con la prensa; con sus compañeros y compañeras; con sus amigos. Tuca Pradera, esposa del catedrático de la Universidad de Zaragoza, Luis Oro, añoraba ayer esos momentos de risas. «Me gastaba muchas bromas, algunas inesperadas, pero siempre con su buen corazón».

Su afán innato por sacar siempre unas carcajadas llevó a Manolo a cumplir, en los últimos meses, su sueño de hacer un monólogo científico. «Me dijo que le entusiasmaría poder hacer algo gracioso sobre el ADN y el 16 de enero, en un taller de monólogos, lo expuso como un niño. Si hubieráis visto como movía su bufanda cómo si fuera la hélice del ADN. Dejó a la gente atónita», contaba el investigador Fernando Bartolomé. Una última muestra de cómo su carisma traspasó su papel institucional de rector.