Lo había visto otras veces. Pasaba siempre de largo sin fijarme demasiado. Pero hace unos días me detuve. A cierta distancia. Me daba vergüenza que me viera. Como le daría a él que alguien se le quedase mirando. Un señor bastante bien vestido y aseado estaba rebuscando en un contenedor a un paso de un organismo oficial. Tal vez un despido o la quiebra de un pequeño negocio le haya llevado a esa penosa situación. Podría ser cualquiera de nosotros.

Ese mismo día estuve en dos colegios cercanos. No creo que los hijos del señor de la chaqueta raída, pero limpia, fuesen a ninguno de ellos. A uno, porque le cierran las puertas los precios de los extras, voluntarios sobre el papel pero obligatorios en la práctica. Al otro, porque seguramente no quisiera que los compañeros de sus hijos vieran lo que se ve obligado a hacer su padre. Irán, presumiblemente, al colegio de otro barrio de la ciudad.

En el claustro del centro público que esa mañana visitaba comentamos lo que me había sucedido poco antes. Sus maestros están viendo casos parecidos día sí, día también. Familias que dejan a deber los tres euros de una salida escolar y lo pagan cuando pueden, si es que pueden. Niños que no llevan bocadillo para el recreo o un pedazo de pan sin nada dentro y, si acaso, una rodaja de mortadela. Menos mal que han aumentado las becas de comedor escolar. Pasé entre las mesas, comprobando cómo rebañaban los macarrones con tomate y preguntaban si sobraba alguna manzana para guardarla en la cartera como merienda.

MUCHOS DE ESOS chavales, despiertos e inteligentes, eran de color, inmigrantes y pobres; si fueran hijos de futbolistas diríamos que extranjeros. Van contentos a la escuela, su refugio cotidiano, y siguen con normalidad sus estudios. En las clases tienen calefacción; en sus casas, no. En el colegio disponen de ordenadores colectivos y una surtida biblioteca; en sus hogares, no. Les atienden profesores dispuestos a ayudarles con los libros; en sus familias, no pueden aunque quisieran porque sus padres ni siquiera dominan nuestro idioma. La conclusión era sencilla: las diferencias sociales están sobre todo fuera de las aulas, aunque lógicamente se reflejan en la escuela.

De todo esto hablamos con los maestros en vísperas de las fiestas navideñas. En vez de revisar estándares y resultados de la primera evaluación, nos preguntamos por la vida de sus alumnos. Qué harían en vacaciones. Qué pensarían cuando vieran por la tele los anuncios de gente guapa. Qué sentirían ante el aluvión de colonias y coches de lujo. Qué les pedirían a Papá Noel y a los Reyes Magos. ¿Se les pondrían los dientes largos al ver esos reportajes de niños bien en casas atestadas de juguetes? Como aquel señor que rebuscaba en la basura...

Esta historia no es un cuento. Es la realidad. La escuela de la diferencia también existe en nuestra sociedad. Aunque no la vean ni las administraciones ni los pedagogos de salón. No la olvidemos. Como la pobreza en la calle. Aunque pasemos de largo. No lo olvidemos.