Eran tiempos de posguerra en España y el hambre cabalgaba a sus anchas por muchos rincones del país. Las carencias nutritivas de entonces, consecuencia de una época de penurias y de escasez de recursos, dieron lugar a la aparición y al auge de una serie de enfermedades como la tuberculosis. A perro flaco todo son pulgas decía y dice el refrán.

La epidemia se trató de paliar con la construcción de una serie de hospitales para pacientes infectados que en Aragón tuvo su referencia en el sanatorio Royo Villanova, popularmente conocido como El Cascajo por la cantidad de fragmentos de piedras extendidos por la zona.

Las excavaciones empezaron en 1945, pero las obras para crear un dispensario central antituberculoso tardaron nueve años debido a que se estaban realizando, a la vez, varios trabajos similares en distintos puntos del país. Finalmente, en 1955 se dispuso de agua, electricidad y evacuación de residuos.

Su ubicación no fue casual. En aquellos años 50, el entorno del barrio rural de San Gregorio, en Zaragoza, era el sitio perfecto por su lejanía de la gran ciudad y de cualquier otra vivienda. También la altura y la abundancia de pinos lo convirtieron en el lugar ideal para que los pacientes, aquejados de procesos respiratorios y pulmonares, estuvieran en contacto con el aire puro. «Venía gente joven con tres síntomas muy comunes de la tuberculosis: falta de apetito, pérdida de peso y cansancio», recuerda Antonio Caballero, quien llegó al centro como residente en 1978 y, años después, se convirtió en uno de los neumólogos referentes en las operaciones de cirugía torácica.

GRANDES TERRAZAS

Con un equipo médico compuesto por un director (Francisco Tello Valdivieso), cuatro doctores becarios y la colaboración voluntaria y desinteresada de otros médicos, el 14 de diciembre de 1956 se produjo el primer ingreso de 14 pacientes procedentes del servicio de Tisiología del hospital Provincial. Era un día nevado, de frío intenso, y el traslado de estas personas se realizó en taxi.

La tuberculosis que existía en la época mantenía ocupadas las 300 camas del centro. Las habitaciones eran grandes y comunes, «con capacidad para seis pacientes», dice Caballero. Y todas ellas destacaban por tener unas grandes terrazas que, hoy en día, todavía están en uso y son una de las características del edificio. «Se orientaron hacia el sur, para que el sol diera todas las mañanas de lleno, y allí nos esperaban los pacientes. Estos salían al balcón a respirar y pasábamos consulta allí, prácticamente al aire libre», cuenta el neumólogo.

Las galerías abiertas, típicas de los hospitales antituberculosos de España que mantenían una estructura muy similar, beneficiaban los procesos de los afectados, que permanecían en el Royo Villanova una media de tres meses. «La familiariedad fue la nota predominante de aquellos años. Los días no transcurrían en el interior, sino que un exterior tan óptimo invitaba a salir a pasear a todo el mundo. Para distinguirnos, los enfermos, que entonces llevaban una bata blanca, la tenían abrochada por delante, mientras que los médicos la llevábamos atada por detras», explica Caballero.

Ya en la década de los 60 aumentaron los pacientes bronconeumópatas y se incrementaron los tratamientos de las cardiopatías. Entonces, el Royo Villanova cambió su denominación inicial por la de hospital de Enfermedades Torácicas. «Fuimos pioneros en muchas cosas, como por ejemplo en tener una UCI. En los años 80 también empezamos a poner marcapasos. La Organización Mundial de la Salud (OMS) siempre nos daba mucha categoría y nos tenía como referente», cuenta el doctor.

CASOS RAROS

Caballero asegura que lo que más le llamó la atención de aquellos años fue «la cantidad de patologías variadas» que tuvo que ver. «Me marcaron mucho, porque había muchas afecciones pulmonares muy raras. Me encontré con casos muy extraños que, ahora, con los avances científicos son impensables», dice.

A día de hoy, en el interior del Royo Villanova apenas quedan resquicios de su época como sanatorio de procesos respiratorios. Un viejo aparato de rayos X en el sótano (alrededor del cual Caballero aprendió «de la mano» de Tello Valdivieso), una vitrina con fármacos antiguos y unos pasillos de planta «que no han cambiado» son sus recuerdos más visibles. «Este hospital se ha quedado pequeño para el nivel de población que tenemos que atender y se necesita una ampliación. Toda época pasada fue mejor», asegura.