Cuenta una devota del Padre Pío que estando a las puertas de la muerte se encomendó a él y súbitamente, cuando los médicos la daban por fallecida, aspiró el aroma a flores que, decían, acompañaba a los milagros del santo. Sintió su cuerpo elevarse sobre la cama del hospital, permaneciendo suspensa en el el aire, con los brazos en forma de cruz, y notando dentro de sí algo así como burbujas calientes. Al despertar de esa visión, estaba curada. El Padre Pío, famoso por sus estigmas en manos, pies y costado, la había curado.

Testimonios similares abundan en la biografía de este fraile capuchino canonizado por Juan Pablo II en 1980. Por entonces habían pasado doce años de su muerte, pero los testigos de curaciones milagrosas, incluso de algunas presuntas resurrecciones, no cesaban de aparecer, haciendo buena la propia y divertida profecía de Pío («Daré más guerra muerto que vivo»). La Iglesia lo elevó a los altares después de décadas de muchas dudas sobre su honestidad (y sobre su castidad), y de que se acumulasen denuncias de fraude. Según esas acusaciones, los estigmas estaban provocados por el uso de un ácido y el perfume a flores, a santidad, que emabana su sangre no era sino colonia. En cualquier caso fue canonizado como San Pío de Pietrelcina. Desde entonces, su popularidad no ha hecho sino aumentar en Italia.

No así en otros países, como España, donde sigue siendo bastante desconocido. De ahí la oportuna aparición de un reciente estudio biográfico de José María Zavala, El santo (Planeta).

En sus páginas, ilustradas por fotografías inéditas de su vida y por abundantes materiales utilizados en el proceso de canonización, el autor nos adentra en la vida de este fascinante personaje, que tuvo los estigmas de Cristo durante cincuenta años seguidos. Nunca le desaparecieron, por lo que se veía obligado a utilizar guantes o mitones, que se quitaba cuando oficiaba misa. Los fieles no han olvidado el momento de la consagración, cuando el sacerdote capuchino elevaba la hostia con los estigmas a la vista y él mismo parecía caer en trance.

Su defensa canónica apoyó que fenómenos de bilocación, de adivinación del pensamiento y comprensión de lenguas desconocidas acompañaron de manera constante la experiencia mística de este venerado religioso.

Pero muy polémico.