«Yo sentía que algo tenía que hacer, porque veía que los gobiernos europeos no estaban haciendo lo que debían. Pensé que una buena manera era ir allí, a los campos». Esta determinación la tomó Isabel Marín, una zaragozana de 31 años, en septiembre del 2016. En ese momento, mientras preparaba su tesis doctoral, Marín se embarcó en un viaje hasta el campo de Petra, en Grecia. Un periplo que nació de ese impulso por «hacer algo más» en el contexto de una crisis humanitaria que salía todos los días por televisión y a la que Europa no ponía remedio.

Un destino, el de Petra, que compartió con Pablo Tierz, otro joven investigador de 31 años de la capital aragonesa. Relata que, mientras vivía en Bolonia (Italia), conoció de primera mano algunas historias de extranjeros que deambulaban por la ciudad: «Un día me dio por empezar a hablar con dos o tres de ellos, me contaron su experiencia y se me empezaron a abrir un poco más los ojos», relata.

Un poco más tarde, y a través de otro camino a los campos llegó a estos espacios Andrea Simón, de 23 años y también de Zaragoza. Después de realizar voluntariado en la capital aragonesa durante un tiempo, juzgó como una buena idea «salir del país e intentar ayudar en un sitio donde hiciera falta». Así, viajó en el año 2017 al campo de refugiados de Pikpa, en la isla de Lesbos, con la intención de relacionar esta labor de voluntaria con la cooperación médica.

De esta forma comienza la historia de estos tres jóvenes en un entorno que les marcó la forma de entender el mundo; un planeta en el que hay espacios invisibles a la fuerza porque, en muchas ocasiones, no se quieren mirar. Ellos, sin embargo, quisieron ver, ayudar y, ahora, contarlo.

«La primera impresión que sientes es de impotencia ante la situación», recalca Marín sobre las sensaciones al llegar al primer campo. En ese momento, cuenta, «ves a todo el mundo viviendo en tiendas de campaña», un entorno en el que salta a la vista «una clara falta de servicios». Una sensación, y una reacción, que resume así: «Ves en general que les faltan recursos y tú intentas poner tu granito de arena. Pero te sientes, sobre todo, impotente». Esas sensaciones iniciales fueron algo distintas, incluso «agradables» para Simón, ya que acudió al campo de Pikpa, que describe como «utópico» y poco poblado. Sin embargo, cambió radicalmente este juicio al visitar el de Moria, el más grande en Lesbos. Allí se preguntó: «¿qué es lo que estamos haciendo?». Y es que, para esta joven, allí se trata a las personas «como animales». «Se parecía más a un campo de concentración» de lo que me hubiera gustado», destaca.

Lo que más le llamó la atención a Tierz nada más llegar fue la cantidad de niños que habitan estos lugares. «Nada más te bajabas del coche, ya estabas completamente rodeado de niños que te agarraban, te sonreían y te decían vamos a jugar. Se les veía que necesitaban cariño y, aunque estaban con su familia y les daba todo el que podían, era como que necesitaban aún más cariño, aún más juegos», explica.

Sobre los niños que habitan los campos, precisamente, recalca Simón que «cargan con una mochila muy grande» que les lleva a sufrir problemas psicológicos. Insonmio, problemas de ansiedad y un humor muy cambiante son algunos de los rasgos que observó en los más pequeños. «Podían estar fenomenal y, de repente, se hundían», indica.

Precisamente, algunas de las actividades que desarrollaron estaban directamente relacionadas con la infancia. En Lesbos, los tres participaron en el Proyecto Agua, una actividad que tiene como objetivo la reconciliación de los niños con el mar y que pierdan el miedo que les generó el viaje. Tierz y Marín también participaron en Petra en otro proyecto dedicado al ocio con los niños, para que hicieran actividades «y que se olvidasen de toda la tragedia que llevan detrás».

No solo trabajaron con la infancia, sino que llevaron a cabo actividades de todo tipo en situaciones muy cambiantes. Clases de inglés, el montaje de una peluquería, repartos de comida o vaciar contenedores son algunas de ellas. También lo era hacer guardias nocturnas mientras vigilaban un fuego que servía de punto de referencia para aquellos que llegaban al campo.

Sobre el estado de ánimo de los refugiados, destacan la resignación de estos ante su destino. «Los adultos tenían un espíritu más bajo porque veían que pasaba el tiempo y no salían de allí», relata Marín. Así, detalla que los que tenían la oportunidad de realizarse con actividades relacionadas con su profesión, lograban una estancia más llevadera. Sin embargo, cabe recordar que ven los campos «como un lugar de tránsito del que algún día esperan salir».

Simón por su parte prefiere quedarse con lo más positivo de su estancia: «Incluso en los peores momentos sale lo mejor de la gente. También de los refugiados, que podrían estar en contra de nosotros, y jamás. Ellos te acogen, lo que nosotros no estamos consiguiendo con ellos».