Zaragoza. Exterior noche. Terraza en el Tubo. Un grupo de amigos, profesionales del periodismo todo ellos, se reúne para celebrar el verano, intercambiar novedades y disfrutar de una velada antes de las vacaciones.

Cinco de ellos deciden continuar tomando unas cuantas cervezas más. Es julio, la noche resulta agradable y la conversación intensa. «Una ronda más, por favor». «Pero que sea rápida; cerramos en diez minutos». Y así cierre tras cierre les fueron echando amablemente de más de cuatro locales. Una noche de julio, no más allá de las dos de la madrugada, cuando los amigos tuvieron que despedirse ante la imposibilidad del arranque.

Calladamente, Zaragoza ha presumido durante décadas de la variedad de sus bares, de sus horarios, de la marcha nocturna. Cierto que ha bajado mucho, pero ¿tanto? Que unos cincuentones, tranquilotes, conocedores de su ciudad, tengan problemas para prolongar la noche en torno a unas cervezas y la correspondiente conversación dice mucho, y nada bueno, de la hostelería zaragozana.

Hemos sufrido zonas saturadas, problemas de ruido, protestas, cierres, etc., pero resulta bastante descorazonador que haya que recurrir a las aplicaciones de los móviles para encontrar un bar donde continuar con la tranquila marcha.

¿Tan bien les va que no necesitan vender más? No se trata, obviamente, de convertir la ciudad en un parque de bares permanente, pero si se busca una consolidación turística, ésta también pasa por disponer de un número suficiente de locales abiertos, que propicien la conversación, que ofrezcan buena música, mejor aún si es en vivo.

Y a tenor de la experiencia de una tranquila, y bruscamente interrumpida, noche de verano, no parece que la ciudad ofrezca este servicio. Sabíamos de la carencia de bares diseñados para cincuentones, los pubs de antaño, pero constatar que el problema es general ha sido una triste sensación. Por la noche, claro, pero también por la ciudad.