De adolescente, el ansotano José Mendiara soñaba con ser un vaquero como los de las películas. Y era tan aficionado a las novelas del Oeste que decidió adoptar el nombre de uno de los personajes, Larry, antes de emigrar a Estados Unidos en los años 50 del pasado siglo.

Allí, en California, trabajó de pastor, al igual que en el valle pirenaico en que había nacido, pero a mayor escala, con una paga mejor y también más riesgos, desde las tormentas de arena a las fieras que acechaban a los rebaños al anochecer.

Su aventura al otro lado del Atlántico tiene mucho en común con la que vivieron más de un centenar de aragoneses, casi todos del norte de Huesca, que emigraron a América del Norte entre 1920 y 1960, en una época en que muchos otros españoles lo hacían a Alemania, Francia, Zaragoza o Barcelona.

Un libro de reciente aparición, Borregueros. Desde Aragón al Oeste americano, retrata la vida y vicisitudes de aquellos pastores que cambiaron la zamarra por el sombrero de cowboy.

«Una asociación de rancheros del Oeste empezó a captarlos aquí, en España, pero también funcionaron los lazos familiares y no faltan los ejemplos de montañeses que marcharon por su cuenta», explica Carlos Tarazona Grasa, autor de la obra.

«Muchos eran de la comarca de Jaca y del Sobrarbe, pero también los había de Monegros, de Teruel, y de sitios como Longás y Undués-Pintano, en el Prepirineo de Zaragoza», precisa el investigador, que se puso a estudiar qué había sido de los borregueros hace ya 10 años.

Contratos de tres años

«Me di cuenta de que había información dispersa, pero nada concreto sobre los pastores que emigraron a Estados Unidos, por lo que se puede decir que mi obra llena una página que estaba en blanco», subraya Tarazona, que nació en Oliván, cerca de Biescas, y es guarda forestal.

Los candidatos salían de España con un contrato de tres años de duración y unos volvían al cabo de ese tiempo, pero otros se quedaron y echaron raíces al otro lado del océano, cuenta el autor del libro. «Y hubo de todo: los que hicieron dinero, los que acabaron llevando una existencia normal y los que terminaron en la indigencia», asegura. Lo que hacía el Oeste y el Medio Oeste tan atractivo para estos inmigrantes que subían a un avión por primera vez era el sueldo, «ya que en un mes ganaban lo mismo que en España en un año».

Pero se trataba de un dinero que tenían que sudar. «Su adaptación fue una carrera de obstáculos», subraya Tarazona. «Tenían que aprender un idioma partiendo de cero y, además, vivían todo el tiempo en lugares muy apartados, en las montañas de la Sierra de Nevada de California o en el desierto de Mojave», agrega.

Miedo a la soledad

Una vez a la semana, el campero, una especie de capataz, llegaba a donde apacentaban el ganado con un vehículo en el que transportaba comida y medicamentos. El clima era duro, de calor y frío extremos, y el aislamiento casi total.

«Estaban abandonados a su suerte y tenían que apañárselas sobre la marcha», indica el investigador. Vivían siempre con el miedo a ser atacados por serpientes de cascabel, pumas o manadas de coyotes. Con todo, lo peor de todo era que, a menudo, no solía haber otros seres humanos alrededor. Eso explica, quizá, que aproximadamente la mitad de los borregueros regresara a Aragón una vez reunida cierta cantidad de dinero, al cabo de una estancia más o menos larga en Estados Unidos.

Pero en realidad, cuando habían marchado al otro lado del charco, tampoco habían tenido muchas opciones. «En la España de los 50 las condiciones de vida eran muy duras, especialmente para ellos, que solían ser tiones, segundos o terceros hijos de familias del Pirineo, sin posibilidad de heredar el patrimonio paterno», cuenta Tarazona. En América del Norte, ser pastor estaba muy mal considerado, pero al menos se ganaban bien la vida y, si tenían una oportunidad, cambiaban de trabajo. Se hacían jardineros, mecánicos, camareros..., y empezaban a subir en la escalera social.

Vivir en Estados Unidos imprimía carácter. Unos y otros, los que regresaban y los que se quedaban, se americanizaban en su aspecto y en sus modales. Inevitablemente, empezaban a hablar español con acento yanqui. Como dice Tarazona, se convertían en unos «atípicos aragoneses».