La gastronomía se suma a este paradójico mundo en que vivimos. Mientras miles de personas salen a la calle estos días para participar en procesiones y actos religiosos, no menos se escapan hacia la nieve o las playas. Afortunadamente, en feliz coexistencia.

Aquí en Zaragoza, son también muchos quienes se acercan a los restaurantes que participan en Gastropasión en busca de platos que quizá no coman en todo el año. Clientes que ansían potajes viudos, bacalao en cualquiera de sus formas, el olvidado congrio, albóndigas de pescado, etc. además de los obligados buñuelos y torrijas. Que se pueden consumir en cualquier momento -salvo que el comensal sea de estricta obediencia alimentaria religiosa−, pero que paradójicamente limitamos a unas fechas.

Era lógico consumir turrón únicamente en Navidad, porque había que aprovechar la cosecha de almendras y el dulce no duraba tanto tiempo. Pero ¿ahora?, ¿solamente somos lamineros a finales de año?

Salvo en menús de trabajadores pocos establecimientos ofertan en sus cartas potajes de lentejas, alubias o garbanzos sin realce pero estos días, incluso con el calor, el personal disfruta de sus garbanzos con espinacas, como si no pudiera comer en épocas más frías. Los mismos que no perdonan las fresas o las cerezas en ningún momento del año, por más que tengan que venir de las antípodas, se abalanzan estos días sobre los platos de bacalao. No del fresco, que ahora está en temporada, sino del salado de siempre, ese que se puede adquirir, y desalar, en cualesquiera momento. O se olvidan del cordero, que es ahora cuando está en su punto, y de ahí su tradicional sacrificio pascual.

Será que comer, más allá de necesidad y placer, está deviniendo en moda, con lo que hay que atenerse a las tendencias imperantes. Allá ellos, siempre que al resto nos dejen disfrutar con nuestros productos de temporada, precisamente cuando toca porque lo impone el ciclo natural y no los prescriptores de turno.