Posverdad es una palabra que últimamente se ha puesto de moda y que se quiere hacer encajar en esta época «pos» que nos ha tocado vivir. Pero como siempre, aunque nos quieran decir lo contrario, el lenguaje no es inocente, está cargado de ideología. El lenguaje se carga siempre con la ideología de una sociedad, pone encima de la mesa, de manera taimada, las filias y fobias de una cultura. No en vano, el lenguaje coloquial castellano expresa, por ejemplo, una cultura patriarcal cuando hace de lo masculino (cojonudo, hombría) algo positivo y de lo femenino algo negativo (co- ñazo, nenaza), una posición de clase, al estimar lo referente a las clases dirigentes (noble) frente a las oprimidas (villano), o religiosa, al acuñar expresiones despectivas referentes a religiones diferentes a la cristiana (judiada). El lenguaje es un vehículo de expresión de hegemonía ideológica.

Desde ciertos sectores, se pretende presentar nuestra época como un momento de pérdida de valores, de incertidumbres, de fluidez extrema que tiene como consecuencia la desaparición de la verdad y la aparición de diferentes visiones de la realidad que se reivindican como verdaderas. De ese modo, cada cual estaría capacitado para expresar dad con cualquier otro, con lo que nos sumiríamos en el más radical de los relativismos. Desde esa descripción de la realidad, la posverdad, propia de la posmodernidad, habría venido para erosionar la verdad, sobre la que tradicionalmente se ha asentado nuestra cultura.

Curiosamente, en este planteamiento de desasosiego ante la desaparición de la verdad se dan la mano sectores conservadores con otros de índole crítica. Es lógico que el discurso conservador, idealista, que ha hegemonizado el discurso filosófico occidental desde Platón a la actualidad, se sienta amenazado por la crítica del concepto de verdad. Pero no lo es que desde posiciones que se consideran materialistas se asuman postulados semejantes. Porque, precisamente, lo que el materialismo nos muestra es que nunca ha existido una tal verdad y que la realidad está sometida a diferentes lecturas e interpretaciones según la cultura, la época o la posición social del sujeto. Y que, además, es imposible pretender leer la realidad sin esas gafas que nos proporcionan nuestros condicionantes subjetivos, porque nadie puede hacer total abstracción de sus elementos constituyentes. Reconocer esto no es reivindicar el relativismo, sino, simplemente, reconocer que vemos la realidad con nuestra mirada particular.

¿Eso implica que todo debe ser aceptado, como postula el relativismo? En absoluto. Pero para rechazar la ablación de clítoris, por ejemplo, no hace falta recurrir a una presunta verdad ética, basta con adoptar una postura de rechazo de la violencia sobre los cuerpos. Hay sociedades que legitiman ciertas violencias sobre los cuerpos; algunas islámicas, la ablación del clítoris, Israel, la tortura de los detenidos. Es decir, hay quienes entienden que esa violencia es legítima (por motivos religiosos o políticos). Otros consideramos que es síntoma de barbarie, una y otra.

Venimos de una doble tradición. Una religiosa, en la que su dios dice que es «la Verdad y la Vida». Otra, filosófica, la de Platón, que nos habla de la verdad, de la justicia, del bien absolutos y abstractos. Ambas tienen mucho en común, entre otras cosas su desprecio del mundo material y la defensa de un mundo ideal no accesible a los sentidos, donde se aloja la verdad. Por eso sorprende que desde posiciones progresistas se acepten postulados que escapan por completo a la racionalidad.

No hay posverdad, pues nunca ha habido verdad. La verdad ha sido una producción ideológica construida para imponer una única manera de ver la realidad. Lo que nuestros tiempos han puesto sobre la mesa es la pluralidad del mundo en que vivimos. Y la secular lucha por imponer un modo de mirar y, con él, de pensar. Ni todo vale, como quieren decirnos ciertos, no todos, posmodernos, ni hay una verdad, como quieren hacernos creer ciertos, no todos, modernos. Lo que hay es un conflicto de miradas, de lecturas, de verdades. Entre esas miradas las hay delirantes, las hay al servicio de una minoría social, las hay racistas, que construyen su verdad de modo, lo vemos, muy efectivo. Pero frente a ellas es posible articular otras miradas que cambien las verdades egoístas, xenófobas, homófobas que en la actualidad dominan. La política es, en primer lugar, una geografía de construcción y empoderamiento de verdades. *Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza