Anento llegó a desaparecer del mapa. En los años 80, vivían allí menos de 10 personas. Y en los 90 el único habitante era un pastor que se quedaba a pasar alguna noche tras encerrar a su rebaño. De forma que, al empezar el siglo XXI, la única perspectiva de la diminuta localidad del Campo de Daroca, equidistante de Zaragoza y Teruel, era el lento hundimiento de muchas de sus maltrechas casas y parideras.

Pero esa ruina anunciada nunca llegó a producirse. Un grupo heterogéneo de personas (vecinos emigrados, veraneantes y gentes de ciudad) empezó a restaurar viviendas para el fin de semana que, en más de un caso, se convirtieron en residencias permanentes.

Aun así, el asombroso proceso por el que Anento ha pasado de ser una aldea abandonada a convertirse en uno de los pueblos más bonitos de España ha durado tres largas décadas.

«La recuperación del pueblo ha sido posible gracias a la colaboración vecinal, porque apenas teníamos recursos», explica el alcalde, Enrique Cartiel, un fontanero zaragozano que, hace 30 años, dejó su oficio en la capital de Aragón y se quedó a vivir en Anento.

En el 2015, en la feria de turismo Fitur, la localidad pasó a integrar la lista de poblaciones más bellas del país. Y ahora Anento, escondido en una vaguada entre la meseta del Campo de Romanos y el valle del Jiloca, aparece ante el viajero que se desvía de la autovía Mudéjar como un pueblo perfectamente camuflado en el paisaje.

«Decidimos pintar las fachadas de las casas con los mismos tonos que el risco del castillo: rojizos, anaranjados, amarillentos», explica Cartiel, de 54 años.

Lo que queda en pie de la fortaleza vio y vivió guerras medievales y también el declive y el renacer del pueblo. Es un excelente mirador desde el que se divisa el oasis sobre el que se asienta la población, uno de los tres puntos fuertes de Anento, junto al retablo de su iglesia gótica y la estampa rústica de sus calles.

El paraje, conocido como el manantial de Aguallueve, forma una recóndita mancha de frescor y verdor en el entorno agrícola del sur de la provincia de Zaragoza. Lo mejor es que se puede recorrer siguiendo una cómoda ruta senderista, circular y señalizada.

Sobre estos atractivos variados, urbanísticos, naturales y artísticos, Anento se consolida rápidamente como foco turístico. «Desde que somos pueblo bonito, las visitas se han disparado», subraya Cartiel, que empezó siendo un simple veraneante y se ha convertido en el típico alcalde que sabe qué farolas no se encienden y dónde está la losa del empedrado que se mueve al pisarla.

«Según datos de la oficina de turismo, hemos pasado de 2.000 a 10.000 visitantes en un año, sin contar los que no piden información», precisa.

El pueblo dispone de un albergue con 92 plazas, de dos casas de turismo rural y de un restaurante, pendiente de licitación por cambio en la dirección. Pero todavía faltan cosas por hacer, como un local que sirva a la vez de bar y de tienda, un edificio multiusos para actividades culturales y unos baños públicos.

«Hay que tener en cuenta que los pocos recursos que hemos tenido han ido a las calles y al alumbrado», advierte el alcalde. Con todo, lo conseguido en Anento no está nada mal. Baste recordar que no hace mucho sus calles eran de tierra y la iglesia estaba tan descalabrada que parecía a punto de caerse. Claro que, seguramente, el vecino y el visitante de Anento no es la clase de persona que busca la comodidad a todo trance.

FIJOS Y DE PASO

«A mí me gusta la tranquilidad, el silencio y el clima de aquí, incluso en invierno», explica Joaquín, un malagueño que, por razones familiares, ha acabado restaurando una casa del pueblo, lejos de la superpoblada costa del Sol.

Abundan los visitantes ocasionales, los conductores que ven el desvío de Anento en la A-23 y recorren seis kilómetros para conocer un lugar como de otro país. Pero la vida real se la dan sus habitantes, los de siempre y los de adopción. Gente que no puede vivir si no es un pueblo o que sueña con escapar a él a la mínima ocasión.