Hasta ahora, las pinturas murales del monasterio de Sijena solo habían tenido un nombre: Sala Capitular. Es el conjunto más importante, es el más depurado y el que tiene un estilo más original. Pero no es el único. Hay más. Por lo menos otros dos. Pero la fijación con esa joya del siglo XII que mira a las miniaturas inglesas y luce estilo bizantino no ha dejado ver el resto del paisaje pictórico sijenense, que tiene como otros elementos destacados las pinturas de la Sala de la Reina y las de la iglesia.

Las primeras, llamadas también profanas, llevan sorpresa. Poco o nada se ha dicho sobre el tema, pero están incluidas en el litigio que enfrenta a Cataluña y Aragón por las pinturas de la Sala Capitular, con fallo en primera instancia favorable a la comunidad vecina. Así, como esas, llevan la ejecución provisional de la sentencia bajo el brazo y juntas deberán tomar el camino de vuelta al monasterio si finalmente la jueza lo ratifica.

La demanda no las citaba, pero sí estaban listadas en el documento que se presentó en la vista previa, la que fija el objeto de litigio. De manera que, pese a que no se nombran ni en la sentencia ni en la demanda, ambas partes dan por supuesto que están incluidas. Surrealista. Tanto como que el fallo obliga a restituirlas a la Sala Capitular, donde no han estado nunca. El conjunto, un friso que recorría la Sala de la Reina, tiene interés por su temática de carácter profano, con escenas insólitas como la de una dama y un juglar, y la conquista de San Juan de Acre. Se arrancaron en 1960 y se depositaron ese mismo año en el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC). Lucen en las salas, pero en las de gótico y a una altura que complica su disfrute.

El otro ciclo, el que cubría la iglesia (nave y ábside) es un puzle más difícil de componer, con fichas que no encajan y otras que faltan. Dos fragmentos de los murales de la nave están en las reservas del MNAC. El resto no se sabe. Uno de los del museo no es nada menor, pues es el Cristo Juez del Juicio Final, es decir, el Pantocrátor del coro. Había además 16 recortes, aunque dejaron el Palau Nacional en julio, y reposan ya en el cenobio en cumplimiento de la sentencia del otro litigio que enfrenta a ambas comunidades. El Pantocrátor y el otro fragmento, dos personajes con báculo, no se sabe cuándo fueron arrancados, pero ingresaron en el museo en 1946, tras haber sido comprados por la Diputación de Barcelona. Han estado siempre en las reservas, pero son, según afirma el Palau Nacional, «piezas conocidas, estudiadas y documentadas». De hecho, Montserrat Pagès, una de las historiadoras que se ha dedicado a estudiar el tema, las recoge en su libro Pintura mural sagrada i profana, del romànic al primer gòtic. Aragón no las ha reclamado, pero todo se andará.

Sin piezas por catalogar

Más complicado de seguir es el rastro de las pinturas del ábside. Haberlas, las había. Se conocen por las fotografías del Arxiu Mas y del historiador Ricardo del Arco y por algunas descripciones publicadas. Un conjunto presidido también por un Pantocrátor con escenas de la Anunciación, la Epifanía, el Entierro y el Descendimiento. Pero sin paradero claro. Por no saber, ni siquiera se sabe si fueron arrancadas o continúan in situ.

En la actualidad quedan restos en las paredes del ábside, pero tanto podrían ser sinopias (la huella que deja el arranque) como las propias pinturas degradadas. Pagès apuesta por lo primero: «Es difícil de creer que se arrancara solo la ornamentación secundaria y que las escenas historiadas del ábside, aquello que era realmente importante, se dejara perder». Pero hay historiadores que se decantan por lo contrario: «Creen que las pinturas se han degradado en su sitio original». A favor de esta tesis están las menciones que Josep Gudiol y William Cook hacen en la Ars Hispaniae de 1980 afirmando que las pinturas se encontraban «in situ aunque muy destrozadas», afirmaciones parecidas a las de Joan Ainaud, director del MNAC entre 1948 y 1985, en Pinturas españolas románicas en 1962.

Sea como sea, donde no están es en el MNAC. Lo afirma Pagès, durante años su conservadora de pintura mural: «Del ábside, en el museo, no hay nada y no ha habido nunca nada». Y va más allá sobre la posibilidad de que haya piezas por catalogar: «Pongo la mano en el fuego de que en el museo no hay ningún rincón. Todo está controlado y registrado».