La crisis alimentaria está servida y esto no ha hecho más que empezar, porque la humanidad puede vivir en paz sin el puente festivo del primero de mayo y con el Zaragoza en Segunda, pero si no puede alimentarse, la lucha por la supervivencia innata que todo ser vivo llevamos en nuestros genes nos hace reaccionar con violencia. Quién iba a pensar que en el siglo XXI, en plena era del conocimiento y cuarenta años después de llegar el hombre a La Luna, los alimentos iban a escasear y que en numerosos países pobres se levantarían motines por no tener alimentos y no poder comprarlos. En los países ricos no llegamos a estos extremos porque si bien nos cuestan más caros, al menos los podemos adquirir; pero eso sí, a cambio de subir el IPC y sembrar la incertidumbre al quedar tocados los pilares del sistema económico tradicional.

El brusco encarecimiento de los alimentos básicos nos ha dejado descolocados y las explicaciones de las causas se suceden constantemente. El presidente del Banco Mundial, Robert Zoellick, y el director del FMI, Dominique Strauss-Khan, quizás como cortina de humo para ocultar el fracaso de la política de ambas instituciones en el tercer mundo, han culpado abiertamente de la subida a la producción de agrocarburantes, cuando la superficie agraria mundial dedicada a estos fines representa menos del 1,5 %. Más culpables son los fondos de inversión que tras salir escaldados de la crisis inmobiliaria americana, han desembarcado en los alimentos con sus artes especulativas; ahora bien, es incuestionable que en el último medio siglo se ha prestado poca atención a la agricultura y la demanda de alimentos ha crecido más que la producción y, por tanto, los mercados, es decir los que tienen concentradas las mercancías, han reaccionado subiendo los precios.

Hace 10.000 años, cuando el hombre entendió los ciclos biológicos de las plantas y animales y los pudo domesticar, apareció la agricultura que se convirtió en la primera actividad productiva de la humanidad, base de su posterior evolución porque le permitió tener asegurada la alimentación y dedicarse a otros menesteres. Durante siglos la máxima aspiración de todos era disponer de un pedazo de tierra para cultivarla y así tener seguro el sustento que garantizaba la supervivencia. Tras la revolución industrial del siglo XIX todo cambió, y ahora cuando se utilizan palabras relacionadas con campesino, rural, ser de pueblo, etc. casi siempre se hace con sentido despectivo porque la actividad básica de la humanidad, la única de la que no puede prescindir, ha quedado desprestigiada social y económicamente, haciendo que la población emigrara del campo a las ciudades.

En la actualidad, el 75% de los pobres del mundo viven en zonas rurales, y la agricultura no recibe más que el 4% de las inversiones públicas y el 4% de las ayudas al desarrollo. Los expertos del Banco Mundial vienen advirtiendo desde hace 50 años que en los países desarrollados el peso de la agricultura no debe ser superior al 5% del PIB. Además, como el 25 % de la población mundial ha tenido el 80% de la riqueza del planeta, ¿para qué dedicarse en los países desarrollados a la agricultura si los productos se podían adquirir más baratos en países más pobres donde no consumen porque no pueden comprar?. La Unión Europea por ejemplo ha minimizado sus graneros reguladores y las ayudas de la PAC a los cereales se abonan sin necesidad de cultivar la tierra. Los agricultores parecen ahora más figuras decorativas del paisaje rural que productores de alimentos.

En los países del tercer mundo, en cambio, se ha implantado un sistema agrario con el impulso del Banco Mundial que ha destruido las explotaciones familiares autosuficientes, creando grandes explotaciones destinadas a la exportación de productos industriales competitivos (cacao en Costa de Marfil, cacahuete en Senegal, soja en Argentina, etc.), con el fin de obtener divisas y saldar las deudas exteriores. Y como ahora tienen que traer los alimentos de fuera, a los precios que se han puesto no los pueden comprar y el hambre les amenaza: en 37 países ya hay revueltas.

Por otra parte un indicador de riqueza (siempre saludable) es el consumo de carne. Los países pobres utilizan en sus dietas más alimentos vegetales que los ricos, como España que en los últimos 40 años ha reducido a la mitad el consumo per capita de legumbres, patatas y pan, y ha triplicado el de carne y derivados. A China y La India que están entrando en el club de la clase media, les ha pasado lo mismo y poco a poco están cambiando el plato de arroz por el filete, de tal modo que en los últimos diez años China ha aumentado más del 70% la producción de cerdos (y el consumo de piensos) hasta superar el 50% de la producción mundial. Pero el sistema ganadero estabulado es poco eficiente porque con los cereales y soja empleados para producir la carne que alimentará a una persona, se podrían nutrir veinte personas más.

Nos encontramos, pues, en un planeta que ha desatendido la agricultura de autosuficiencia alimentaria, que ha duplicado su población en los últimos 40 años hasta situarse en 6.000 millones de personas, y que además consume mucha más carne, por tanto no nos debe extrañar que tenga ahora problemas de abastecimiento alimentario. La solución sólo está en la agricultura, pero una agricultura sostenible y eficiente, mejor organizada, con mayor participación en la cadena alimentaria y con más protagonismo social de sus actores. Y si no, ya sabemos las consecuencias. Ingeniero Técnico Agrícola