Como este año, mucho me temo, no podré ir al Mediterráneo, me he apresurado a devorar la Trilogía Mediterránea de Lawrence Durrell.

Una maravilla literaria y un alarde editorial del sello Edhasa, que ha incluido en el mismo volumen tres piezas simplemente antológicas: La celda de Próspero, Reflexiones sobre una Venus marina y Limones amargos.

Lawrence Durrell nos contempla desde el Olimpo universal de las letras desde que escribiera El cuarteto de Alejandría, pero conviene que el brillo de esa genial novela no ciegue, ni siquiera oscurezca el resto de su obra, buena parte de la cual debe asimismo considerarse extraordinaria.

Entre los trabajos previos al cuarteto, pero que prefiguran buena parte del mundo y de los personajes durrelianos, esta mediterránea trilogía, con personalidad propia, abunda en las claves y prodigios de las obras de madurez del escritor inglés.

A quien, desde su temprana juventud, el Mediterráneo sedujo hasta el fondo mismo de su sensibilidad. De Corfú a Rodas, de Atenas a Alejandría, Durrell pasó mucho tiempo en las islas jónicas y navegó por las aguas azules de otros archipiélagos, puertos e islotes.

Los bellos paisajes inspiraron algunas de sus mejores descripciones. También las gentes, los pintorescos griegos, los chipriotas, cretenses, albanos o alejandrinos captaron su capacidad para reproducir sus diálogos, el flujo de sus pensamientos; para, con toda clase de detalles, reflejar el transcurrir de sus vidas cotidianas y lo más destacado de sus ritos, costumbres, creencias y sueños.

Un libro mágico, capaz, sin movernos de la silla, de invitarnos a viajar, entre los años veinte y cuarenta del pasado siglo, por un mundo de razas antiguas, arenas blancas, vinos del color del aire, mujeres de ojos negros y hombres como forjados en bronce.

Un mundo donde el sabor de las aceitunas, de la miel, de las almendras y de los limones amargos, todo ello aliado con la excelsa prosa de Lawrence Durrell, nos traslada al monstruoso silencio del palacio del Minotauro, al griterío de los obreros que levantaban a treinta metros el Coloso de Rodas o al suave murmullo de las plegarias en los antiguos templos de Egipto.

Prodigioso Durrell.