La variedad de alimentos que ingerimos los humanos se va reduciendo año tras año. A pesar de la impresionante variedad de productos que nos ofrece el planeta, adaptados cada cual a las condiciones del entorno, la industria agroalimentaria y una mal entendida rentabilidad, han provocado que se pierdan variedades y se nos impongan una pocas de cada cual. De las miles de patatas disponibles, diferentes todas ellas, apenas consumimos una docena; y así con el resto de vegetales y, también, animales.

De ahí la importancia de ferias como la aragonesa de la biodiversidad agrícola, que se celebra este fin de semana en Embún, como homenaje a la pervivencia de los boliches de esta localidad altoaragonesa, que han sido capaces de sobrevivir a una supuesta modernidad.

De carácter itinerante, esta octava edición muestra que son ya muchos quienes apuestan por recuperar variedades de semillas autóctonas y ponerlas en valor. Disponiendo del enorme y prestigioso banco de germoplasma en el CITA, parecería necio no aprovechar estos recursos para poner en valor vegetales que se han ido perdiendo en las últimas décadas.

Sostendrán algunos que este tipo de iniciativas, locales y cercanas, sostenibles y ecológicas en su sentido más amplio, son incapaces de alimentar a una humanidad hambrienta y, en el caso de países emergentes, sedienta por comer carne todos los días. Pero no es ese el debate, por falaz.

Si vivimos, como así es, en una sociedad de libre mercado, dejen a cada cual alimentarse como mejor le plazca. No nos impongan una dieta basada en alimentos industrializados y comida preparada; allá quien quiera consumirlos que juegue con su salud. Pero no impidan, con leyes y reglamentos absurdos, que puedan sobrevivir los pequeños hortelanos y agricultores, por otra parte, sostenedores de nuestro tejido rural.

Serán pocos o muchos quienes participen en esta feria y compartan su filosofía, pero déjenles vivir. Y a otros, de paso, comer mejor y más sabroso.