El ambiente en el patio del albergue municipal de Zaragoza es prácticamente el mismo por la mañana que por la tarde. «Aquí las horas pasan muy lentas», dicen. Se puede ver algún pequeño grupo aislado, mucha gente sola y pensativa, y un ir y venir esporádico de usuarios. A las mujeres apenas se les ve entrar y salir. En general, reina el silencio y la calma que solo se ve rota durante las horas de las comidas cuando se forman largas filas para poder acceder al comedor. «Siempre hay alguno que sale chillando pero normalmente no se le hace caso. Es lo mejor para no meterte en problemas», explica Honorio Pardos. Pablo, nombre ficticio, lo confirma. «Tú pon Pablo y ya está», responde cuando es preguntado por su nombre.

A su lado está «también Pablo», dice su compañero de banco. «Aquí hay mucho diablo, tienes que tener cuidado con lo que haces», cuenta. Admite que en las instalaciones entran «alcohol y drogas», aunque, añade, «va por épocas». «Mi familia no sabe que vivo aquí, no me lo permitirían, pero me voy a ir a Toulouse a casa de mi hijo», explica con una enorme sonrisa.

Gheorghe Davideso lleva tres días en Zaragoza y tres días en el albergue. «No es lo mejor, pero la calle es peor», comenta. Desde que llegó a España hace 12 años ha recorrido varias ciudades, ha dormido en la calle y ha visitado muchos albergues. «No hay uno que sea mejor que otro, no puedes quejarte porque por lo menos tienes un techo donde dormir, que la calle es muy peligrosa», insiste.

El día a día

«El respeto no se sabe qué es en este sitio. Cuando hay una pelea todos hacemos como si no hubiera pasado nada y las hay a menudo, más que peleas son encontronazos porque la Policía enseguida aparece», explican los Pablos.

Honorio Pardos, de 62 años, están sentado en una silla junto al muro. «Vengo de la biblioteca. Suelo ir por las mañanas a leer la prensa porque aquí no hay nada que hacer». Hace una semana que está en el albergue y asegura que «la seguridad está bien». «En este sitio es difícil hacer un grupo o convivir, la gente se suele relacionar con sus paisanos y poco más». Desde que se quedó en el paro, hace siete años, y fue desahuciado, «he tenido que vivir en la calle». «Solía venir a comer y asearme al albergue o al refugio, pero la calle no es buena aliada».

Ovideo Rodríguez es uno de los que van y vienen. «Ahora solo puedo venir a comer y a cargar el móvil, porque ya no tengo habitación y no me la vuelvan a dar», dice enfadado. Para él, que se pasa el día paseando de un lado a otro por el centro de la ciudad, «lo peor es que las duchas no tienen puertas».

Davideso comparte el día con otro rumano, que no habla nada de español y lleva una semana en el albergue. Los mismos siete días que lleva viviendo en España. «Ha venido a buscar trabajo porque en nuestro país con la crisis es mucho más difícil», comenta su amigo. «Yo vivo de recoger fruta, voy de un lado a otro. Trato de evitar la calle porque es mala, es muy peligrosa. Una vez me robaron el móvil, por lo menos no me pasó nada más», comenta Davideso.

La percepción de los trabajadores difiere de la de los usuarios. Llevan días denunciando la «falta de seguridad» en el interior de las instalaciones y la «inacción» del Gobierno municipal. El 21 de diciembre una trabajadora fue agredida por un usuario en plena noche y el 6 de mayo una mujer fue presuntamente violada, lo que ha hecho saltar las alarmas.