Él inauguró las instalaciones del Royo Villanova en 1956. Formaba parte del primer equipo médico del hospital y lideró una época en la que el centro fue referente y referencia en el tratamiento de la tuberculosis pulmonar y de las enfermedades respiratorias. «Eran tiempos difíciles», recuerda. Ahora, a sus 85 años y tras una reconocida trayectoria profesional a sus espaldas, Manuel Sever Ezcurra camina a paso lento, ayudado por un bastón, por las inmediaciones de la que fuera y sigue siendo su casa.

Este neumólogo, ya retirado y que acude ahora al Royo como paciente, caló tan hondo en los corazones de los vecinos del barrio de El Cascajo que estos pidieron al Ayuntamiento de Zaragoza que concediera a Sever una calle en el barrio rural como reconocimiento a su labor. Y así fue. Dicho y hecho. «Esa fue la mayor satisfacción que pude recibir, les estoy agradecido, y creo que es una de las cosas que más ilusión me han hecho en la vida», cuenta con emoción.

«Era el neumólogo, pero me llamaban cada vez que necesitaban algo. Una vez me pidieron que atendiera el parto de una chica joven. Me avisó la madre, a la que conocía por ser del barrio, y en su casa me presenté sin que fuera mi especialidad», explica Sever. Durante el breve paseo con EL PERIÓDICO le acompañan uno de sus hijos, quien también recuerda «los muchos días» que pasó de niño en el hospital porque su padre tenía que trabajar, y Antonio Caballero. Entre ambos doctores existe un vínculo de cariño y de admiración profesional palpable. Es como tener frente a frente al maestro y al aprendiz. Al pasado y al presente.

Juntos caminan por el párking del hospital ante las grandes terrazas por las que más de una vez tuvieron que pasar consulta. «Por aquella planta paseó Franco», dice Sever señalando al edificio. «Es verdad, no vino a la inauguración, pero sí hizo una visita», contesta Caballero.

Años felices

Pese a la cantidad de «casos graves» que tuvieron que atender y las condiciones que siempre acompañan a un centro de tuberculosos, en su interior pasaron años felices. «Es que éramos como una gran familia. Yo prácticamente vivía aquí, no iba para nada a Zaragoza, y he llegado a pasar aquí alguna Nochevieja con mi mujer y mis cinco hijos. Las monjas tocaban la guitarra, bailaban, la gente se divertía. Era como estar en casa», cuenta Sever. Y es que si algo caracterizaba al viejo sanatorio de San Gregorio era la buena sintonía entre trabajadores y pacientes y las relaciones sociales que se forjaron, incluso, más allá de sus paredes.

«El hospital tenía una residencia de enfermeras y otra de médicos para que la gente que era de fuera pudiera vivir en él. Eso, hoy en día, es impensable. Yo fui residente con compañeros de Tarragona, Valencia y Barcelona que se alojaban aquí», cuenta Caballero, quien asegura que aquella época «nada tiene que ver con la de ahora».

Con piscina propia

De hecho, cuando el hospital pasó a ser general en 1999 tras un acuerdo entre el Gobierno de Aragón y el antiguo Insalud uno de los grandes cambios llegó en la gestión. «Pasamos de ser un centro familiar y un referente en neumología a un edificio ampliado a más especialidades. Se perdió aquella esencia de conocer a todo el mundo, de charlar con los pacientes de cosas que iban más allá de lo sanitario», añade.

La unión entre el equipo de trabajo llevo, allá por los años 80, a que médicos y enfermeros construyeran una piscina frente a la entrada principal del hospital, entre medio de los pinos. «Ya te digo que éramos como un grupo de amigos y la verdad es que nos lo pasábamos muy bien. Éramos mucha gente joven que aprendíamos de los mejores y hacíamos nuestro trabajo, pero que en los ratos libres fomentábamos mucho las amistades. Yo no vivía en el hospital como residente, porque tenía casa en Zaragoza, pero prácticamente hacía mi vida en él», recalca Caballero.