Muchos crecimos escuchando que tirar comida era pecado. Aunque ya no lo creamos, y tampoco sea un delito tipificado, sigue siendo un grave problema, mucho más que antes.

Algunas estimaciones consideran que se pierde un tercio de los alimentos elaborados para consumo humano, unos 1.300 millones de toneladas; dicho para entendernos, en el UE son 180 kilos por persona y año, medio kilo diario. «Hombre de Dios, yo no tiro tanto», me contestará, y probablemente sea cierto, aunque algo se le vaya al cubo de basura, que si un yogur caducado -error-, esas hojas de borraja -que harán una crema estupenda- o ese trozo de pescado que nunca terminó y que podría haber tenido una segunda vida en forma de croqueta, por ejemplo.

Aunque no es en los hogares donde más se despilfarra. Comienza en la propia producción, donde por diferentes razones -manipulación, envase, etc.- se destruyen alimentos; la presión de las cadenas de distribución respecto a formas, tamaños, empaquetados, también contribuye a que se pierdan millones de kilos.

Curiosamente, y por la cuenta que les trae, no es la hostelería quien más despilfarra. Normalmente ajustan sus compras, muchos reutilizan alimentos en diferentes formas -croquetas y empanadillas- y tampoco escasean quienes donan sus sobrantes a diferentes onegés.

Otro caso, cada vez más preocupante, son los domicilios. Dado que cada vez se cocina menos en casa y crece la compra tanto de alimentos procesados como de diferentes envasados, que no siempre responden a la necesidad de cada hogar.

Poco pueden hacer los ciudadanos. Salvo modificar sus hábitos, comprando a granel lo necesario; mimar en circuitos cortos; llevarse la comida sobrante del restaurante, que ya no le mirarán mal; seleccionar dónde adquirir la comida, en función de lo que hagan con sus sobrantes. Algo es algo, aunque quizá no lleguemos al propósito de la ONU de reducir en 2030 a la mitad este despilfarro.