Ningún aragonés necesita que le expliquen Ansó. Todo el mundo sabe que es un pueblo pintoresco, con casas de una arquitectura peculiar, situado en un valle sin salida por el norte y rodeado de montañas. Nadie ignora tampoco que se encuentra en un paraje recóndito al que se llega siguiendo carreteras plagadas de curvas, como si el visitante tuviera que hacer un esfuerzo para alcanzar una meta que merece la pena.

Esas características hacen de la villa pirenaica un lugar especial, como situado «en el fin del mundo», en palabras de su alcaldesa, Montserrat Castán. De hecho, el turismo que recibe es, por un lado, de familias que buscan sobre todo tranquilidad y, por otro, de aficionados a la montaña que emplean Ansó como base de partida. Zaragozanos, navarros y vascos son sus más asiduos visitantes.

Recientemente, en el 2015, la localidad entró en la asociación de los pueblos más bonitos de España. «Eso nos va a permitir darnos a conocer mejor en otras comunidades autónomas e incluso fuera de España», subraya Castán.

Claro que Ansó lleva andado cierto camino en su globalización como destino dentro del Pirineo. Y ya no es raro que lleguen hasta allí turistas de Canarias, Asturias, Andalucía y de cualquier otro lugar del mundo, incluida Nueva Zelanda, en las antípodas. «Hay gente que viene aquí por primera vez y se sorprende», explica la alcaldesa.

Conjunto armónico

A los recién llegados les encantan las calles llanas y perfectamente empedradas y los tejados de tejas planas de color rojizo, con sus monumentales chimeneas. La iglesia y un torreón medieval utilizado como sala de exposiciones son los edificios más destacados, así como el ayuntamiento y el museo del traje ansotano, que se encuentra en una ermita.

«No hay nada que rompa la armonía», señala Castán, que atribuye el buen estado de conservación del casco a la normativa urbanística y al esmero de los propietarios de las viviendas.

«Aquí, más que construir edificios nuevos, lo que se hace es comprar casas para rehabilitarlas», precisa la regidora. Las tejas típicas de la zona, que hace años que dejaron de fabricarse, se guardan y protegen como un tesoro. Sin ellas, Ansó no sería lo que es.

Con solo 400 habitantes nominales y una población muy envejecida, Ansó necesita el turismo para sostenerse. La ganadería posee mucha importancia, pero los rebaños disminuyen a medida que se jubilan sus propietarios. Y la explotación de la madera, hasta hace no muchos años un recurso fundamental en su economía, se encuentra «medio paralizada».

Complemento vital

«Existen tantas limitaciones a la tala que, por desgracia, el aprovechamiento de los montes comunales no rinde lo que podría rendir», subraya Castán. De ahí que el turismo se haya convertido en un complemento para muchos hogares ansotanos que lo compaginan con otras ocupaciones y, a menudo, con un puesto de trabajo en Jaca.

Por ello ser uno de los pueblos más bellos de España supone un nuevo impulso para este valle que solo está cerrado en apariencia, pues se comunica con Navarra por dos carreteras, además de las que conducen a Hecho y a la Canal de Berdún, por donde dentro de no mucho discurrirá la autovía A-21.

«Desde hace algún tiempo, recibimos visitantes que van haciendo la ruta de los pueblos más bonitos», apunta la alcaldesa. Entre ellos abundan las personas entre 55 y 65 años, un segmento con poder adquisitivo que valora el paisaje y la arquitectura de ese rincón del noroeste de Aragón.

Ansó es paso obligado para dirigirse al valle de Zuriza y a las pistas de esquí de fondo de Linza, en el entorno del Parque Natural de los Valles Occidentales. Cuenta con dos cámpings, uno con albergue y más de 500 plazas, además del refugio de Linza.

Las viviendas de turismo rural ofrecen en torno a 120 plazas que se quedan pequeñas, advierte Montserrat Castán, en las épocas de mayor afluencia, en especial durante el verano y en algunos puentes festivos. Lo que indica que el sector turístico aún tiene mucho recorrido en el recoleto valle pirenaico.