Verano de 1995. Las elecciones municipales y autonómicas arrojaron una victoria rotunda del PP, tras un periodo de tremenda crispación política en Aragón (moción de censura) y en España (corrupción, GAL, crisis económica-). Luisa Fernanda Rudi sería investida por entonces alcaldesa de Zaragoza con 15 concejales y Santiago Lanzuela dirigiría el Gobierno de Aragón con 28 diputados, ambos con el apoyo del Partido Aragonés. Los mensajes de los ganadores en su desembarco en la plaza del Pilar y el Pignatelli eran calcados a los que se escuchan estos días, tras el vuelco electoral del 22-M pasado: austeridad, recortes, auditorías, modernización de la función pública- Recuerdo una entrevista que hicimos por entonces un compañero de EL PERIÓDICO DE ARAGÓN y yo al nuevo consejero de Economía, Rafael Zapatero, hoy ejecutivo de la Cepyme aragonesa. "La calculadora echa humo para poder llegar a fin de mes", vino a ser el titular. Off the record nos explicó que tendría que hacer malabarismos para reunir el dinero con el que pagar las nóminas.

Aquel primer aviso duró apenas unos meses, un primer presupuesto austero y conservador. Enseguida se vio que la situación era comprometida, pero no tan mala como la pintaban. Ni dejaron de abonarse los sueldos a los funcionarios ni tuvieron que ser paralizadas las inversiones en marcha más importantes. Se pudo refinanciar la deuda en un escenario de intereses a la baja, aprovechado el ciclo de recuperación económica y se inició una etapa de cierta normalidad, de abúlica normalidad, pero de normalidad en las principales instituciones aragonesas. Sería sancionado al poco tiempo del relevo un nuevo Estatuto de Autonomía de Aragón que ofrecería más posibilidades financieras a una comunidad con nuevas competencias y mayor capacidad política. La DGA, entonces mucho más débil y menos influyente, comenzó a parecerse a la institución poderosa, capilarizada entre la sociedad civil y planificadora que hoy conocemos.

Con este antecedente cabe preguntarse si es razonable el alarmismo de estos días previos al relevo político con el acceso del PP al mando de las instituciones de media España. O si se trata de una justificación preventiva de la inacción inversora venidera, de la apertura de una nueva época de privatizaciones, de la aplicación de políticas neoliberales profundas, más o menos pertinentes. Y si la actitud del PP en el desembarco es solo una manera de contribuir a su verdadero objetivo estratégico: echar a Rodríguez Zapatero de la Moncloa en el 2012. Unas elecciones que pueden adelantarse a otoño si la presión internacional de los mercados no ceja, y si los contactos del candidato Rubalcaba con los nacionalismos catalán y vasco no fructifican.

Es de una profunda irresponsabilidad que una presidenta autonómica aún no sancionada, la secretaria general del PP, Dolores de Cospedal, ponga en duda la capacidad de las arcas castellanomanchegas para hacer frente al primer pago de la deuda sin haber tomado siquiera posesión de su cargo. Por más habilitada que esté por las urnas para aplicar su programa e intentar reconducir la situación comprometida de su comunidad autónoma, este alarmismo institucional no traerá nada bueno, ni para la futura presidenta autonómica ni para sus gobernados. La coyuntura actual, inmersos en una crisis más profunda y de resolución más compleja, no es comparable con la que atravesaban comunidades como Aragón en 1995. Sí lo son las actitudes. La responsabilidad con la que habrá de realizarse el relevo para que el Estado siga generando una imagen solvente o, cuando menos, de unidad para abordar la recuperación, es tan importante ahora como los programas a aplicar.

Ganadores y perdedores del reciente proceso electoral continuarán echándose los trastos a la cabeza hasta que no se produzca el previsible cambio de gobierno en Madrid, como ya sucedió en los mencionados comicios de 1995 y en las generales de 1996. Con el poder territorial en manos de los populares y el Gobierno de España controlado por los socialistas, la cohabitación será tensa. Pero poner en tela de juicio desde la arquitectura política del país hasta su capacidad para remontar la situación adversa, buscando mejoras electorales a corto plazo, será de lo más inconveniente. La magnanimidad y la templanza habrán de ser las principales virtudes exigibles a los ganadores de los comicios. Del mismo modo, los socialistas habrán de encontrar en la derrota los mensajes que les ha enviado un electorado que aboga por la corrección del rumbo en asuntos económicos. Los votantes no solo han optado por las políticas populares, sino que han castigado a unos socialistas obligados a una reflexión profunda, ideológica. Y la mejor forma que tiene de ensayar sus nuevas ideas será desde una oposición responsable, vigilante, como la que ha demandado a un PP que ni siquiera en los peores momentos para el país (mayo de 2010) recogió el guante enviado por el presidente Zapatero ante la insoportable presión que recibía España. También tendrán la oportunidad de ensayar sinergias con la izquierda española, siempre plural, desde las instituciones que puede conservar pese a la marea azul de mayo. Una de ellas, y de las más importantes, un Ayuntamiento de Zaragoza que puede estar gobernado por un bloque de izquierda plural: PSOE, CHA e IU.

En plena efervescencia social, con el cambio político y tras 15 días de ocupación de plazas por los indignados, es hora de que los partidos entiendan que existe una demanda generalizada de una nueva actitud pública. Coherencia, responsabilidad, reflexión, compromiso por encima de tácticas cuando no, directamente, de componendas.