De San Valero rosconero y ventolero, nada. Porque ayer el cierzo, después de despeinar a tantos y tantas durante varios días en la capital del Ebro, decidió parar y romper con la tradición. Así que el santo se quedó sin el apellido de ventolero.

Esta fue la única tradición que no se cumplió ayer. Por lo demás hubo roscón --una tonelada--, el Ayuntamiento de Zaragoza abrió sus puertas a los ciudadanos y la plaza del Pilar volvió a ser el escenario que acostumbra y que más gusta: el de la gente disfrutando de una fiesta cargada de actividades callejeras con el Tragachicos presidiéndola y colapsado de niños.

Además de la porción de dulce, las visitas guiadas por la casa consistorial fueron lo más demandado. No importaba hacer fila para conocer en primera persona el despacho del alcalde.

Y aunque pasan los años, muchos siguen buscando aquella famosa mesa que despertó la polémica por su valor. Pero no. Los visitantes se encontraron con otra mucho más antigua y restaurada de la alcaldía de Juslibol. "No tenía carcoma", bromeó Belloch.

Otro preguntaba por un reloj que preside uno de los muebles. "No tiene valor, es lo único que me voy a llevar", respondía el alcalde.

"Me esperaba el despacho más lujoso. Me ha parecido muy austero", decía David Alcega que grabó cada rincón de la casa de los zaragozanos con su móvil. La sala de juntas pasó desapercibida. La gente se mostraba ansiosa por llegar al salón de plenos, "dondehacen que esto funcione como buenamente se puede", decía la guía.

Y como no, por la mente de casi todos, aunque a alguno le costara admitirlo, rondaba el deseo de sentarse en la silla más grande quien preside una sala que por la televisión parece más grande: el asiento del alcalde, del mandamás.

Algún que otro pequeño preguntaba que quién era ese hombre. Aunque no tenían dudas con ninguno de los gigantes y cabezudos que recorrieron la calle Alfonso en busca de ansiosos niños desafiantes correteando a su alrededor.

Y los que no se ponían delante del Morico o el Verrugón, les gritaban desde la acera, protegidos por los infranqueables padres.

Por la tarde, curiosamente, el viento volvió a hacer de las suyas. Ya no quedaba roscón que repartir.