Su corazón late a 35 pulsaciones por minuto en reposo, un registro que solo se acelera cuando Kilian Jornet activa su máquina corporal por la montaña o le toca pisar la ciudad y exponerse a los medios porque así lo exige su figura mediática, una obligación de la que busca huir lo más rápido posible para regresar a Noruega, hoy su hogar.

—¿Atosigado por el revuelo tras su doble ascensión al Everest?

—Hay que relativizarlo todo un poco. Al fin y al cabo, solo he subido a una montaña, así que tampoco hay que darle más importancia, pero sí, me ha sorprendido tanto revuelo mediático. Por eso quería regresar a casa, volver a entrenar, a correr, recuperar un poco mi vida normal.

—No pudo batir el tiempo récord de ascensión al techo del mundo. ¿Está igualmente satisfecho?

—Sí, al final es cómo lo vives tú, cómo has experimentado toda la ascensión y lo que has aprendido. Eso es lo que da más valor, no solo hacer cumbre, que al fin y al cabo es solo una anécdota.

—Lo pasó muy mal en el primer ascenso. ¿Pensó en abandonar?

—No. Hasta los 7.600 metros fui bastante bien, pero a partir de esa altura empecé a tener síntomas fuertes de gastroenteritis, rampas en el estómago, vómitos, y eso me hacía ir más despacio. Pero también era consciente de que no sufría ni problemas de aclimatación a la altura, ni congelaciones, ni ningún edema. Así que fui tirando hacia arriba.

—¿Tenía previsto llegar de noche a la cima?

—No, pensaba llegar a media tarde, pero al encontrarme mal todo cambió. También tuvo su momento bonito, sobre todo cuando a 300 metros de la cima pude contemplar una espectacular puesta de sol. Estar allí solo y tener aquel espectáculo para mí fue un momento extraordinario.

—¿Por qué volvió a subir?

—Pasaron cinco días y ya me había recuperado bastante de la gastroenteritis, aunque aún estaba cansado, pero como en el campo base tampoco tenía nada mejor que hacer, aproveché la ventana de buen tiempo y lo probé de nuevo, esta vez desde el campo base avanzado, donde unos amigos me dejaron dormir en su tienda comedor.

—Los récords de Stangl (16h 42m.) y Kammerlander (16h 45m.) en el Everest eran las referencias. ¿Qué tiempo pensaba hacer?

—Entrenando había comprobado que subía de 6.400 a 8.400 metros en seis horas, era la referencia que tenía en la cabeza, aunque luego todo depende básicamente del tiempo y de cómo te encuentres.

—¿Hizo el recorrido en solitario?

—Me crucé con gente que subía y otra que bajaba, pero las dos ascensiones las hice solo.

—¿Le ha molestado que se pusiera en duda su doble gesta, constatada luego gracias al registro del GPS?

—No, para nada. Al final, cuando haces cualquier actividad, hay gente a la que le gusta y otra a la que no. Yo voy allí a escalar, no a estar conectado a las redes sociales todo el día. Luego, de regreso a casa, con tranquilidad, ya tienes tiempo de descargar las fotos y el GPS para ver la ruta que has hecho. Estamos mal acostumbrados a que hay gente que lo hace todo con inmediatez. No es mi caso, para mí es más importante estar escalando que hablando.

—¿Entiende que haya gente que se sorprenda con sus gestas e incluso las cuestiones?

—Bueno, sorprende porque es algo que no se suele hacer, que no es habitual. Pero es lo mismo que hizo Ueli Steck en el Annapurna y el Shisha Pangma, donde algunos pusieron en duda que ascendiera a tanta velocidad. Al fin y al cabo, es más desconocimiento que otra cosa.

—¿Llevaba botella de oxígeno?

—No, nada. Y para mí era importante no llevarla, porque no es el mismo grado de compromiso subir sabiendo que llevas una botella de oxígeno por si pasa algo que saber que no la tienes. Cuando no la tienes, el compromiso es más alto. Es lo mismo que no tener comunicación. Para mí era importante subir sin llevar teléfono satélite o radio porque las decisiones las tomas tú mismo y si tienes problemas, los tienes que solventar por ti mismo.

—¿Se adaptó bien a la altura y la disminución de oxígeno?

—Creo que es la vez que mejor hemos aclimatado. Primero, en mi casa, con una tienda hiperbárica, luego en los Alpes, por encima de los 4.000 metros, y ya en el Himalaya, con la ascensión al Cho Oyu.

—¿Tenía claro que al menor síntoma de edema debía bajar de inmediato o iba a apurar?

-Tenía claro que debía bajar porque cuando notas esas señales, tienes unas seis horas de vida. No contaba con campos de altura para descansar ni con la ayuda de sherpas. Solo y sin oxígeno, sabía que en ese caso tenía pocas opciones de seguir vivo.

—¿Se siente corredor de montaña, alpinista, esquiador…?

—Las etiquetas no me gustan y primero de todo habría que definir bien lo que significa alpinista. Yo no sé lo que es un alpinista, aunque me quedo con una definición de Jordi Corominas: «el que hace una actividad máxima en montaña con el mínimo despliegue parafernalio posible». Disfruto igual haciendo una carrera, un ultramaratón, esquí extremo, escalada en roca o subiendo el Everest. Todo son sensaciones distintas.

—¿Cómo asume poner la vida en riesgo y que amigos como Stephane Brosse, en el Mont Blanc, y Ueli Steck, en el Lothse, se hayan quedado ya por el camino?

—Siempre ves el riesgo, pero a veces acabo teniendo más miedo de mí mismo que de la montaña. Alguna vez he pensado: «Eres gilipollas, te has puesto en riesgo de forma innecesaria». Pero también he dado marcha atrás porque las sensaciones no eran buenas.

—¿Volverá al Everest?

—Me gustaría regresar al Himalaya, pero no soy de repetir cosas que ya he hecho.