No es un Tour de sequía. Es un Tour de agua y caídas. El agua, que ya mojó a los ciclistas en Londres, que estuvo presente en el pavés, en los Vosgos y hasta hace dos días junto a los campos de lavanda de la Provenza. El agua que cae del cielo rebaja los deseos de agua del pelotón. Los aguadores, esos pobres peones de brega que van de arriba abajo del pelotón como ascensores montacargas, acarreando una docena de bidones para sus compañeros, han visto reducido su trabajo en esta edición tan húmeda. El equipo Astaná, no obstante, ha estado bien dotado. Desde Kazajistán, a siete mil kilómetros, han recibido un camión con treinta mil litros de agua mineral, en sesenta mil botellines de medio litro, de la marca local ASU, que es uno de sus patrocinadores. Está claro que se trata de un agua de excepcionales cualidades teniendo en cuenta los resultados del equipo y de su líder Nibali.

En los años cincuenta para localizar agua fresca los ciclistas iban directamente a las fuentes... de los bares, o asaltaban sin remilgos las neveras del picnic de los espectadores. Es verídico que un cantinero de la Provenza, sin duda fichado por los ciclistas por su bondad, cansado ya de que éstos se metieran todos los años hasta su gran nevera en un salvaje selfservice de cervezas y refrescos, bajó la palanca y dejó a media docena encerrados. El propio director del Tour, Henry Desgrange, avisado del suceso tuvo que dar media vuelta e ir a pagar al cantinero el rescate del gasto ejecutado. La manguera a pie de ruta y los cubos de agua a discreción ya son escenas eliminadas de la carrera, aunque tuvieron sus años buenos. El paso por los Pirineos tampoco estará exento de agua, espectadora excepcional de esta edición.