A Natxo González el Real Zaragoza lo contrató por unas razones diáfanas: por la contundente y muy reconocible identidad que había conseguido impregnar a sus equipos en las últimas temporadas, por su capacidad para construir bloques pétreos, siempre ordenados, seguros desde el punto de vista colectivo y con mucho trabajo táctico detrás, y por lo mismo que a la mayoría de los futbolistas fichados para la plantilla: su hambre de crecer. A sus 51 años, esta es la gran oportunidad de su carrera deportiva.

Hasta el partido contra el Levante, por el momento punto de inflexión de la pretemporada, el Real Zaragoza no había sido apenas reconocible, poco destruyendo y menos construyendo. Sí lo fue por fin en la victoria contra el último campeón de Segunda y de vuelta este año en Primera. En el trabajo colectivo defensivo, en esa obsesiva fiabilidad de la que Natxo habla constantemente, y en la manera de generar fútbol.

En este apartado fue luminosa la aparición de Eguaras, el faro que alumbró el juego y el punto de inicio de todas las jugadas. Bajando a recibir al lado de los centrales, cabeza siempre erguida, con aparente jerarquía, el ex del Mirandés demostró clarividencia, serenidad a la hora de elegir y suyo fue el mérito de que el balón circulara en la dirección adecuada. Por ahí, por su figura, comenzó la notoria mejoría ofensiva del Real Zaragoza, que trenzó más fútbol que en anteriores encuentros. En el tono de Teruel, la presencia de Eguaras garantiza que el juego nazca correctamente y pueda desarrollarse. Una baza a favor del entrenador y del equipo. Sin embargo, no debería ser la única. En esa misión deberían implicarse otros centrocampistas. En competición, con la sola bala de Eguaras, cortocircuitar el plan no sería complejo.