Nadie va a cuestionar que este proyecto del Real Zaragoza, nacido el pasado verano con un respaldo unánime y celebrado con justicia, está pensado a largo plazo, con un horizonte firme y unos sustentos muy sólidos desde el punto de vista financiero. Afortunadamente es así para la salud de la Sociedad Anónima Deportiva y la de todos los que sufren, se alegran, ríen y lloran con ese sentimiento tan arraigado que arrastra. Sin embargo, esa mirada larga y concienzuda en la regeneración económica del club, para la que en meses se han levantado pilares que servirán para años, no debe equivocar ni extraviar el listón de exigencia deportiva que el Real Zaragoza como tal siempre está obligado a tener, como institución grande que fue y grande que aspira a volver a ser.

En las últimas semanas, un sorprendente viento de conformismo ha recorrido de arriba a abajo las entrañas del club, en público y también en privado. Una especie de resignación ante tanto infortunio con las lesiones, las sanciones, con el obstáculo de las fichas, con la capacidad limitada de la plantilla, con la mala racha de resultados, con tanto empate y con las derrotas, como si el destino ya estuviera escrito y fuera irremediable, que no lo es. Un extraño aire de autocomplacencia, como si todo lo que había que hacer esta temporada ya estuviera hecho en los despachos con el cambio de propiedad y el posterior acuerdo con Hacienda. De repente, el mensaje se ha tornado ultraconservador: si el equipo no juega la promoción, pues aquí paz y después gloria. De repente, la cota de exigencia se ha rebajado de donde nunca debería haber caído. Y, claro, los objetivos y las metas reales del equipo se han desvirtuado. Como si ser sexto no fuese una obligación, solo un premio suplementario.

Quedan ocho jornadas para el final de la Liga y nada está perdido. En estos dos meses de competición, el Real Zaragoza debe asumir el compromiso y tener la responsabilidad de pelear por la promoción como si no hubiera mañana. Su plantilla es mejor que la de la Ponferradina, que la del Llagostera, que la del Alavés, que la del Numancia. El problema, y ahí es donde hay que poner toda la luz del foco y donde no se quiere poner para no iluminar los verdaderos problemas, es que el equipo lleva mucho tiempo rindiendo por debajo de su máximo, que por supuesto da para más que para 9 de 30 puntos. El club ha de abandonar ese letargo de mansedumbre y exigirle a su entrenador y a sus futbolistas que el rendimiento se iguale con su capacidad. Pedirlo ipso facto. Dejar de conformarse, al menos hasta que no haya más remedio.