En Zaragoza cayó de pie. Desde el día de su presentación, cuando el club hizo que el rapero Kase.O, uno de sus ídolos musicales, le acompañara en su primera vez en La Romareda, a Borja Iglesias se le vio feliz, siempre sonriente, risueño, convencido de que había acertado al elegir al equipo aragonés por delante de tantos otros. Fue el mejor en el infame debut zaragocista en Tenerife y pronto encadenó goles. Uno en la segunda jornada frente al Granada, dos en Córdoba, otro en el estreno copero. Aquel par del Arcángel mostraron la primera dimensión del gallego, un delantero capaz de ganar partidos por sí solo, con esa capacidad para convertir situaciones aparentemente normales en goles, en golazos. En esos primeros días fue la bomba a la que se agarró el zaragocismo para pensar que esta vez sí iba a estallar el equipo. Se le advertía radiante y ufano en su nueva casa, en la que era igual de importante las tardes que no marcaba. Hasta que llegó Sevilla.

Ante el filial sevillista, Borja marcó dos chicharros de delantero total, de artillero clásico que sabe encontrar primero el punto del área al que va dirigido el centro para rematar con calma certera; de ariete bueno que mantiene la fe en jugadas que otros dan por muertas. Ese día alcanzó su séptimo gol, se merendó a los centrales, solo el poste le birló el hat-trick. Ese mismo día el Zaragoza dejaba de ser. 21 de octubre, han pasado casi dos meses y Borja no ha vuelto a encontrar el camino del festejo. Ni su equipo ha vuelto a asemejarse a lo que un día se creyó. Aquel Zaragoza de las sensaciones hoy es nada, si acaso un proyecto voluble en el que van apareciendo y cayendo piezas sin un sentido razonablemente natural.

Claro está que la melancolía de Borja ha influido en el equipo y la incapacidad de este ha terminado por llevarse la tierna alegría de aquel. Solo un gol ha marcado el Zaragoza en los últimos cinco partidos. Lo marcó un defensa, Delmás, a la salida de un córner. El dato es escalofriante, sobre todo si se escucha al entrenador decir con repetición que las cosas que hace su equipo, en general, le parecen más bien que mal. Quizá reparase en las carencias de los suyos antes, quizá pensó un objetivo diferente, quizá entienda que el fútbol está siendo injusto con su equipo. Su gente, partido arriba o abajo, ve a un Zaragoza que casi siempre defiende mal, que casi nunca ataca bien, que merece normalmente poco. Exactamente es lo que le refleja la clasificación, por la que camina aburrido en busca de los míseros 50 puntos.

Hoy Borja ya no influye en los partidos, y desde que eso ocurre el Zaragoza es peor. No marca, visto está (ocho jornadas consecutivas sin acertar), pero tampoco genera segundas jugadas ni aparece en ellas. A veces, ni aparece. Las ausencias le van generando malestar, inquietud, desazón. Hay angustia en sus modos. No disfruta tanto en los duelos individuales ni sorprende con esa velocidad de falso lento. No encuentra situaciones claras de remate, ni su equipo le acerca el balón a zonas de amenaza. Como consecuencia, remata poco o nada. Baja la cabeza, se preocupa. A ratos camina abstraído, con morriña, una especie de melancolía que arrastra inevitablemente al equipo. Han desactivado a la bomba. Sin ella el Zaragoza no explotará pero puede saltar por los aires.