Armonizar la relación entre expectativa y rendimiento es uno de los grandes retos a los que se enfrentan aquí y allí los binomios directores deportivos-entrenadores. Que lo que se espera que sea, acabe siendo. Como es habitual en el fútbol, donde las ilusiones se regeneran automáticamente cada doce meses con más o menos fundamento, la expectativa del Real Zaragoza también era alta el verano pasado: en origen la plantilla presentaba algún agujero negro, especialmente en el centro de la defensa, pero estaba adornada con nombres de gran peso específico en el pasado reciente en la élite o de trayectoria firme en Segunda. El tiempo demostró que el tiempo ya había pasado para ellos y que el equipo iba a sufrir las de Caín.

Lalo Arantegui ha roto con aquello y, lejos de echarse en brazos de veteranos con todo hecho y poco por hacer, no por falta de voluntad sino por las más elementales leyes de la física, está terminando de levantar un equipo más coral con unas señas de identidad marcadísimas: futbolistas jóvenes con un futuro mejor por construir, con aparente buen pie y físicamente en plenitud. Apuestas de autor y, por lo tanto, enigmáticas. Puestos doblados con jugadores de nivel similar, fe absoluta en su olfato personal rebuscando entre los jugadores más brillantes de Segunda B pero sin experiencia en el escalón superior, paso a un buen puñado de canteranos y, muy importante, la plantilla prácticamente cerrada desde el primer día para que Natxo González la moldee con tiempo. Así han llegado y llegarán futbolistas sin pasado pero con futuro. Buff, Papu, Febas, Borja... El método Lalo.