Zaragoza es una plaza muy difícil, para diestros con mucho temple. En La Romareda salen toros peligrosos, con embestidas traicioneras y que exigen cualificación, maestría y arte en el manejo de los tiempos. Y también esa pizca de buena suerte en los momentos críticos, que siempre los hay. El ruedo es de Primera, aunque las circunstancias hayan hecho que en estos años se vieran demasiadas becerradas. Aquí un mal torero no sobrevive. Después de diez meses en la ciudad, Natxo González conoce ya de primerísima mano las exigencias del lugar, lo comprometido que es y sus numerosas trampas, deportivas y menos deportivas.

Con todas ha podido el entrenador vitoriano, aunque hubo algún momento de la temporada en el que estuvo contra la barrera y el pitón del toro mirándole a centímetros. Como cualquier ser humano en una situación así, a él los nervios también le pudieron en ciertos instantes. Pero nada le mató, sobrevivió.

Así, con una historia dura y de sufrimiento en sus anchas espaldas, su figura ha crecido con el paso de los meses y se ha hecho cada vez más fuerte. Ahora, Natxo González domina la plaza, sabe cuál es el mejor perfil para torear en ella y ha construido una obra respetada y con todas las condiciones para recibir el aplauso. En estos meses nadie le ha regalado el pan. Si al final de la temporada corta las dos orejas y el rabo y sale a hombros de La Romareda, todo será mérito suyo. De su resistencia y de su bravura personal y profesional.