Decía Galeano con su hipnótica sencillez descriptiva, con esa asombrosa facilidad para ilustrar con las palabras, que a la hora de un partido para el aficionado la ciudad desaparece, la rutina se olvida y solo existe el templo. El templo, el estadio, ese espacio sagrado al que es imposible ser infiel y al que cada dos semanas acude el pueblo envuelto en la simbología de su equipo, con ánimo de comulgar con los suyos y con una liturgia religiosa. A ese lugar de culto, a La Romareda, está llamado esta tarde en masa el zaragocismo en un encuentro grande por diferentes condicionantes: las dos últimas victorias consecutivas ante el Numancia y en Lorca, las expectativas generadas por el Real Zaragoza esta temporada incluso cuando los resultados venían mal dados, la ilusión consiguiente, la intensa rivalidad con Osasuna, la fecha festiva y hasta el buen tiempo.

Al final será lo que ocurra sobre el césped. Sin talento en el verde, lo que sucede en la grada se relativiza. Pero este Zaragoza tiene cosas. Tiene calidad, tiene la chispa de la juventud, varios veteranos con sabiduría, aplomo y todavía oxígeno en las piernas, tiene un entrenador que hace virtud de la mesura y la sensatez táctica. Y tiene un plan. No hay nada más vacío que un estadio vacío, nada menos mudo que las gradas sin nada. A Zaragoza le corresponde esta noche llenar el templo de magia y al equipo recompensar a sus fieles con un partido a la altura del fascinante ambiente de aliento que se va a encontrar en la grada.