Esta medianoche se cierra el mercado de invierno a la espera de que el Real Zaragoza recoja de los contenedores la fruta que han desechado otros clientes con mejor bolsillo y sobre todo ojo más agudo. El club, al igual que en verano, ha apostado por melones, unos por abrir y otros con visibles magulladuras, para solventar la que puede convertir en la peor crisis de su historia. Los despachos y el vestuario arden por los cuatro costados porque ya nadie confía en Agné ni Juliá (y viceversa) y porque algunos jugadores quieren salir del incendio que ellos mismos han animado a provocar mientras otros conviven con la desorientación general. La situación es mucho más grave de lo que parece y de lo que se cuenta, reflejada en la clasificación pero escenificada en cada partido desde que comenzara la temporada. El gol del Lugo es la punta de un iceberg de un cúmulo de tremendos errores conscientes e inconscientes que están saliendo a flote en masa, un peso inasumible para un equipo con pobres estructuras ósea, intelectual y deportiva. No será fácil salir de este callejón de los sueños rotos donde las pesadillas lideran los peores presentimientos de una afición y de un entorno que han sustituido la preocupación por el pánico.

No hay quien frene la hemorragia ni tampoco se adivinan fórmulas milagrosas. Edulcorar este escenario se ha convertido en un perverso ejercicio de crueldad con el seguidor, o de alta traición por oscuros intereses. El Real Zaragoza no puede abrigar ya su realidad con paños calientes ni abandonarse a los designios del destino, que también le ha dado la espalda si hace falta en el minuto 91. La única esperanza reside en asumir, con humildad y lo antes posible, cuál debe ser su objetivo prioritario, que no es otro que la salvación. ¿Dispone de los suficientes resortes para asumir este nuevo rol cuando un día creyó en el ascenso directo o indirecto? Habrá que ir descubriéndolo a partir del próximo encuentro, una cita siempre pasional con la SD Huesca. Posiblemente, en la apuesta por las emociones y los sentimientos halle la suficiente medicación anímica para luchar con honor.

Durante está última década han transitado por el equipo todo tipo de futbolistas en un proceso de constante deterioro de las plantilla. La actual es de traca, una obra de autor esquizofrénico que ha reunido todo tipo de personalidades sin personalidad y un par de corazones de la tierra, Zapater y Cani, en constante procesión al Monte de los Olivos. En el espectáculo del dolor, sin embargo, asoma con puntualidad la figura de Edu García, un chico que se ha tenido que ganar el puesto a brazo partido y que encaja cada derrota como si le hubieran fileteado el alma. No es un genio, pero es titular indiscutible en un Real Zaragoza que ocupa cada poro de su piel guerrera y sensible. Edu García pertenece a un formato de jugador casi en extinción, de aquellos que de niño se acostaban con el balón y se levantaban con una danza de mariposas en el estómago. No sólo por correr detrás de una pelota o de marcar un gol egoísta, sino por hacerlo en el club de sus sueños.

El domingo, después del empate, su rostro fue un nítido mapa de frustración surcado por lágrimas de impotencia. Edu García era la verdad en mayúsculas, y su actitud posiblemente el faro que debería guiar a este Real Zaragoza encallado ahora mismo en la tragedia. Es el fichaje de las cuatro estaciones, buena fruta de la tierra, un profesional honesto y muy válido para contagiar su entusiasmo patriótico a una tropa de mercenarios y viejos soldados.