Los árbitros, algunos de ellos, se están equivocando con el Real Zaragoza bastante por encima de la media habitual de los errores que les corresponde como seres humanos, como seres falibles. El problema radica en que en esa ráfaga de fatales fallos para los intereses del club aragonés, es precisamente el criterio personal el que ha primado demasiadas veces sobre la ley pura y dura. Para un equipo que vive al límite de todas las fronteras, que la justicia le ponga grilletes y le deporte tan a menudo al país de lo inmerecido le hace sentirse perjudicado y perseguido, un espalda mojada señalado con premeditación por una mano negra con guante administrativo. La confabulación del colectivo de colegiados contra el Real Zaragoza, tentación natural en la que se suele caer en este tipo de tesituras repetitivas y dolorosas, es una teoría inservible. Muchos han hecho subir al estrado el fantasma del cpmplot y no han logrado que atestigüe a su favor.

La indignación de Manolo Jiménez prolonga la de la afición y la del equipo y representa la del club. Como líder del vestuario y portavoz electo de la hinchada, juega su papel, dice lo que piensa y expone el tormento compartido con el zaragocismo. Que la institución deje el grito de rebeldía con causa de su entrenador como único tambor en la batalla explica muchas cosas, entre ellas por qué los árbitros, consciente o inconscientemente, se sienten liberados de cualquier presión si el Real Zaragoza está de por medio. Unos se aplicarán con la rectitud que los parió y otros lo harán a favor de quien menos quebraderos de cabeza les vaya a dar el resto de la semana. Últimamente está ocurriendo lo segundo con escandalosa insistencia hasta convertirse en una seria amenaza colateral para la permanencia.

Ni siente ni padece

A este punto de máxima ingravidez en los foros futbolísticos de altura se ha llegado a lomos de la gestión de Agapito Iglesias. Qué se le puede pedir a un propietario que no va al estadio donde juega el club al que ha arruinado, que no da la cara, que ni siente ni padece, que delega en un confortable consejo de administración de su corte y confección... Si el dueño tuviera un mínimo de sentido y sensibilidad hacia la entidad, y sin necesidad de dar golpes en la mesa de casa o ruidosas ruedas de prensa en terreno local, se deslizaría hacia los órganos de poder para que revisaran este caso de continuas y, desde luego, humanas equivocaciones. Pero es un directivo sin prestigio y sin capacidad alguna de convicción para que se le tome en serio, sobre todo por el grueso historial de mentiras que le precede.

Agapito lleva siete temporadas arbitrando al Real Zaragoza y le ha robado el respeto con su desidia, por eso algunos colegiados saben a ciencia cierta que si se equivocan una y otra vez en contra del conjunto aragonés, nadie les llamará la atención ni, por supuesto, les sancionará. El equipo y Jiménez, solos ante ambos peligros, están pagando ese peaje de holgazanería institucional con cruel puntualidad. Sí, pagando.